Insumos médicos y medicinas, alimentos, bolsas para cadáveres comprados a precios exorbitantes, son prueba de la corrupción en tiempos de crisis, una crisis sin precedentes por la pandemia que ha puesto sobre el tapete muchas debilidades personales, sociales e institucionales. Hemos vivido días marcados por el dolor, la incertidumbre y la precariedad de recursos, que han hecho evidente, otra vez, que los corruptos no se miden o se limitan, que para ellos la necesidad ajena es una oportunidad para enriquecerse. Quienes gobernaron desde la emergencia durante años allanaron el camino para aprovecharse de los recursos públicos, para robar más; cuando hay dinero, ocultar el latrocinio detrás de megaobras y ajustes de precios, es más fácil que durante una época de vacas flacas.
Decir que la corrupción no es nueva en el país es una obviedad, no empezó en este régimen o en el anterior, han existido siempre sobreprecios, coimas, tráfico de influencias y uso de información privilegiada; los casos públicos son como la punta de un iceberg. Las investigaciones dan cuenta de una tolerancia social a prácticas indebidas en el país, hay muchos admiradores de la “viveza criolla”, existe una aceptación social que es resultado de una pérdida progresiva de la confianza en los otros porque asumimos que esos otros se aprovecharán de las circunstancias en cuanto puedan. Así, la honradez parece un signo de debilidad y no un mérito.
Alguien creerá que existe una suerte de predisposición genética a la corrupción, pero hay suficiente información que prueba que la desconfianza y la creencia de que otros nos van a engañar nos induce a actuar de esa forma; al contrario, parece que la herencia genética nos lleva a confiar y cooperar, se ha comprobado que las regiones de nuestro cerebro que se activan cuando actuamos correctamente son las mismas que las del placer, esto da cuenta de que el capital social, la confianza que se necesita para cooperar en la vida en sociedad está presente, pero la corrupción la acaba. Creer que el otro se aprovechará de nosotros nos lleva a actuar con hostilidad; la falta de certeza sobre la acción del otro, la ambigüedad respeto a qué esperar de los demás, implica desconfiar y nos lleva a comportamientos egoístas y agresivos.
Los estudios dan cuenta de que una forma de romper ese círculo vicioso es precisamente dar certeza y confianza, base del capital social, elementos indispensables para vivir en una sociedad sana.
Los ecuatorianos no somos corruptos genéticamente, sin embargo, muchos actúan desde la desconfianza sembrada en una cultura de corrupción, de mirar cómo – los que tienen algo de poder- se aprovechan de la situación y no reciben reproche o sanción.
La pandemia y la crisis pueden servir para identificar y castigar a los corruptos y sentar las bases para cambiar esta sociedad aparentemente marcada por el abuso y la corrupción, a una marcada por la cooperación, la honestidad y la confianza.