¡Ojalá estuviéramos confinados en nuestra condición humana! Con frecuencia, a la luz de nuestros males, siento que no podremos sobrevivir sin un cambio radical de vida y de valores. La corrupción es una vergüenza que pone en entredicho nuestra condición humana. Lo mismo cabe decir de la indiferencia ante el dolor ajeno. Por momentos pareciera que nuestros lazos comunes se van diluyendo y que cada uno trata de nadar y de guardar la ropa…
Pero, a lo largo de este tiempo, he sido testigo de la generosidad de muchas personas que han ejercido la compasión y la solidaridad con harta sensibilidad humana y social. Los pobres no son extraterrestres, son hermanos nuestros empobrecidos por un sistema social y económico que no supo o no quiso redimirlos a tiempo de su pobreza. El mundo del maquillaje político siempre lanza el mismo grito: “Ecuador ya cambió”, “el gobierno, como la patria, ya es de todos”,… pero no, no es verdad. Basta un pequeño virus, invisible y letal, para dejar en evidencia lo que, en el cada día de la normalidad, no queríamos ver.
Como somos un poco desmemoriados y, una vez que pasa la calamidad y el duelo, el cuerpo sigue pidiendo juerga, corremos el riesgo de volver a las andadas: aprovecharnos del cargo mientras dure, cobrar coima hasta por respirar, caer nuevamente en la locura del consumo innecesario, seguir maltratando a nuestro frágil planeta, olvidarnos de los pobres, mercadear con la salud y, como decía Charles de Gaulle, “después de mí que venga el caos”.
No deberíamos de perder esta oportunidad para ser mejores, para dar un golpe de timón, identificar los errores del pasado y replantearnos valores y prioridades que nos hagan, personal y socialmente, infinitamente más humanos, más éticos y responsables.
A lo largo de este tiempo de confinamiento, unas veces ante el papel o el computador y, otras, ante el Sagrario, me he preguntado frecuentemente si el mundo necesita un horizonte más amplio que “esta vida” en la que nos movemos. Para muchas personas de este planeta vivir al día es suficiente, al menos mientras haya calderilla para el gasto. Sin embargo, hoy como ayer, la pregunta más difícil de responder sigue siendo: ¿qué va a ser de todos y cada uno de nosotros? Cualquiera que sea nuestra ideología o nuestra fe, ¿qué final nos espera?
La pandemia nos sitúa ante nuestra finitud, ante el límite que supone vivir sólo en la superficie de lo inmediato. Cuando esto ocurre los demás cuentan poco, siendo suficiente el “sálvese quien pueda”. Personalmente, pienso lo contrario y quisiera vivir de otra manera. El sentido de la vida, el sentido y el sabor, nos están pidiendo a gritos construir un mundo nuevo en el que habite la justicia y reine la paz, en el que rasguemos los velos que nos oprimen (el velo de la codicia y el de la indiferencia) y recuperemos la pasión por ser personas, vecinos, hermanos.