Fabián Corral B.

Consensos

Los consensos, los acuerdos nacionales, como tantos otros términos de la jerga política, se han devaluado al punto de que son pocos los que conservan alguna esperanza acerca de su posibilidad y eficacia, más aún cuando el escepticismo domina los ánimos de la gente, en estos tiempos de pandemia, lentitud gubernamental, expectativas e incertidumbre frente a los grupos de poder.

Las mayorías que se hacen y deshacen en la Asamblea, el reparto de dignidades, el constante “correveidile” que agobia a las redes sociales, satura a los medios y alimenta la actividad de la vieja profesión de los chismosos, todo eso indica que los consensos siguen perdiendo talla y, como antes, se mueven entre telefonazos, recados y noticias falsas, silencios y anuncios estrepitosos. Es decir, más o menos como siempre.

Esto de los “acuerdos” es herencia viciosa de la política vieja y rancia. El concepto viene desde los días iniciales de nuestro remedo republicano, en que cada caudillo, poderoso regional, líder parroquial o jefe de partido, aspiraba, y aspira, a un pedazo de poder para imponer, negociar votos, conseguir posiciones y mortificar a quien se le oponga.
Ahora como antes, la cuestión es sustancialmente igual. Han cambiado las caras y las siglas de algunos grupos de presión política, hay rostros más viejos y otros novísimos, pero los discursos que encubren las negociaciones tienen idénticas connotaciones apocalípticas y siguen insoportablemente retóricos y conceptualmente vacíos.

Ahora, esta sociedad agobiada por la pandemia, el desempleo, el escepticismo y la desinformación, necesita que los consensos, quizá por primera vez en la historia, sean herramientas de racionalidad y generosidad política, que permitan gobernar, gestionar bien el poder en beneficio de la comunidad, la salud y la seguridad, que hagan posible crear alternativas reales para ejercer de mejor modo la libertad, construir la solidaridad más allá de las palabras, y como tantas veces se repite, “pensar en el país”, y yo diría, pensar en la gente, aliviar y resolver los conflictos, darle espacio a la esperanza y renunciar a la violencia.

Todo esto impone sacrificios, y eso, en materia política, es pedir peras al olmo, sugerir imposibles, a menos que la sensibilidad encuentre cabida ante las circunstancias, que las ideologías pacten un espacio de prudencia, y que los intereses se refrenen y los orgullos declinen.

Todo eso sería posible siempre que cada persona que forma el pueblo, merezca de los políticos un simple homenaje, que consista en que le dejen trabajar, le permitan curarse, vacunarse, ir a su casa en paz, sin miedo, sin las angustias que ahora son el pan de cada día.

Consensos, grandes acuerdos, si fuesen razonables y posibles, deberían marcar el inicio de una república distinta.

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