Durante estas últimas semanas hemos asistido estupefactos a la inacabable serie de quiebros y requiebros entre las dos entidades creadas por la Constitución de Montecristi para administrar nuestro derecho democrático de elegir a quienes nos gobiernen. Suena bien, por supuesto, que no sea una misma institución la que lleve a cabo los procesos electorales y la resolución de los conflictos que pueden suscitarse; pero los desacuerdos que se han producido entre los dos organismos no dejan de producirnos desconcierto.
El ciudadano común, ese que está en la calle vendiendo naranjas o ejerciendo de conserje en algún edificio; ese que pasa todo el día sentado detrás de alguna ventanilla y expresa su agobio perdiendo la compostura; ese que lleva un bus hasta ciudades lejanas, duerme mal y regresa sin haber tenido tiempo de mirar ni un noticiero; esa joven que acaba de graduarse y no sabe si puede darse el lujo de esperar cuatro años para tener una profesión respetable; ese ciudadano de mil oficios y diez mil necesidades, no entiende las sutilezas de las leyes que se invocan por una y otra parte, pero sí sabe que los plazos deben respetarse y que los requisitos no han sido establecidos para pasarse sobre ellos por obra y gracia de la santísima trinidad.
¿Que qué es eso? Bueno, no es tan difícil: aparentemente son cinco, pero hay dos que generalmente solo sirven de comparsas, de modo que quedan tres. Tres personas distintas y un solo voto verdadero. ¿Está claro? Una trinidad que tiene agallas para disputar competencias o para pasárselas al otro, según la naturaleza del conflicto… o de los intereses en juego.
Porque todo este embrollo viene a confirmar las sospechas que ya teníamos desde el principio: la sospecha de que no ha convalecido la institucionalidad devastada; la sospecha de que no ha desaparecido el predominio de los grupos de poder; la sospecha de los propósitos ocultos de aquellos que van alegremente a terciar en una lid que ya saben de antemano perdida, en medio de una sociedad desintegrada.
En estas condiciones, es muy fácil dominar este país desventurado: solo se necesita tres que acepten ser uno. Puesto que son una trinidad, sus decisiones son casi sagradas y se toman con la ley en una mano, el reglamento en la otra y vistiendo la toga de Justiniano. Y después, que una Corte dirima las competencias: todo, al más puro estilo sXXI, que no pasa de moda ni siquiera en la sabia Europa liberal.
¿Y los ciudadanos? Miran amodorrados lo que pasa sin decir ni pío. Bueno, no todos, claro. Por fortuna, hay quienes sí están pensando. Hacen propuestas. Ejercen la crítica. Conciben consultas. Si no fuera por ellos, ya estaríamos muertos. Yo voto por ellos. Me ha gustado, por ejemplo, eso de establecer un legislativo bicameral; me ha gustado mucho más eso de declarar vigente la Constitución del 98. Porque si seguimos como estamos, yo no confío. ¿Y usted?