Llama la atención la acogida que ha tenido la Carta Abierta de los Obispos del Ecuador sobre el tema de la corrupción. La firma su Consejo de Presidencia que, una vez más, alza su voz profética frente a una realidad inadmisible desde el punto de vista social, económico, ético y religioso. Pero, el gran mérito de la Carta no es sólo lo que dice (¡bien dicho!), sino la sintonía que manifiesta con las inquietudes y la indignación que manifiesta nuestro pueblo. Conste que sería un dislate pensar (y así lo afirman los obispos) que el tema es exclusivo de los políticos o funcionarios públicos de alto nivel… No. Lo triste es que, poco a poco, la corrupción se ha ido convirtiendo en una subcultura que atraviesa todo nuestro tejido social. De tal forma que lo que hubiera sido una excepción, se convierte en norma de comportamiento para todos.
Mi tía Tálida, la moralista de la familia, a la que le encantaba sentar cátedra, solía decirme: “Hijito, no me robes una peseta, que me robas el alma”. Ella lo valoraba todo, un centavo, una onza de chocolate o un dedal, pero, sobre todo, valoraba la dimensión ética de la vida. Lo grave es que, poco a poco, le vayamos robando el alma al pueblo, convirtiéndolo en un pueblo de desalmados.
Definitivamente, son tiempos difíciles y complejos. A la pandemia del covid-19 se ha unido la no menos mortífera de una corrupción rampante que estaba solapada, escondida debajo de la alfombra desde hace mucho tiempo. Ahora que comienza el baile de los candidatos a la presidencia de la República y a la Asamblea, tendríamos que pensar, antes de darles el voto, cuáles son las necesidades esenciales de nuestro pueblo, entre ellas la regeneración moral, el cuidado de la familia y de la escuela, la inversión productiva, la creación de empleo, la transparencia de los organismos de control y la siempre cacareada independencia y probidad judicial, y, desde ahí, darle duro al tema de la idoneidad.
La Carta nos recuerda algunas de estas urgencias y, sobre todo, la necesidad de crear un mundo y un Ecuador infinitamente mejores. Entre sesiones solemnes, himnos y discursos se nos va la vida. Y, sin embargo, es la dura realidad la que manda. Mientras estemos sin trabajo, falte el pan, no haya camas de UCI ni hospitalarias y los respiradores brillen por su ausencia, ahorrémonos los eventos y las farras.
Nuestra sociedad ecuatoriana necesita algo más que voces de alarma o cantos de sirena… Necesita voces proféticas que, como Jesús ante los fariseos, digan sí, sí, no, no. Por eso, bienvenida sea la voz de mis hermanos obispos, aunque ello conlleve la antipatía de algún pipón. El pueblo disculpará muchas de nuestras debilidades y falencias, pero nunca nos perdonará que no caminemos a su lado, en las duras y en las maduras. Sobre todo, en las durísimas circunstancias que nos están tocando.
Termino con un comercial: No se olviden de Cáritas.