De cabeza con la tele

En estos días de confinamiento he visto más la televisión y me he repensado la influencia que puede llegar a tener en nuestro país y, en general, en el mundo entero. Conviene preguntarse cuántos de nuestros hogares tienen televisión y cuánta gente la ve diariamente o se informa a través de ella. Al mismo tiempo, habría que preguntarse cuánta gente dispone de internet, de zoom o de WhatsApp y cuántos tuiteros ecuatorianos envían o leen tuits mientras miran la televisión. El bizco de mi empleado es un artista a la hora de integrar pantalla grande y pequeña, los malabares de “rápidos y furiosos” y la agonía de los chicos de “Master Chef”.

La pregunta es simple: ¿Podrían muchos de nuestros políticos haber llegado a donde han llegado sin la televisión? Seguro que no, pues talento y talante ante las cámaras van de la mano. Por supuesto que salir en la tele no lo es todo. La cámara tiene que quererte aunque sea un poquito. Si la tele no influyera, los gobiernos de turno no desearían controlar los medios públicos y los políticos no estarían tan dispuestos a hacer de todo con tal de colarse en el cuarto de estar de las viviendas de los ciudadanos. Me temo que, una vez que comience la precampaña, la campaña y la postcampaña electoral, veremos a los políticos metidos hasta en la sopa. La inefable Tálida, ilustre politóloga gallega, solía decirle a un sobrino eterno candidato: “Hijo, tú, como el chorizo, métete en el centro del potaje”.

¿Puede un modelo televisivo, con el tiempo, modelar el comportamiento de los ciudadanos? Sin querer, se me ha venido a la cabeza el señor (no tanto) Berlusconi, zar de un imperio mediático omnipresente en la vida de los ciudadanos. Al final, lo minoritario acaba siendo hegemónico. Y los políticos lo saben. Por eso, no tienen inconveniente en formar parte, incluso, de la farándula, del foro o del debate. La influencia de la televisión es tan grande que uno está dispuesto a todo, incluso a que lo vapuleen, con tal de salir en el medio.

¿Recuerdan la guerra del Vietnam? La imagen de unos marines incendiando una choza recorrió el mundo entero y, por supuesto, los Estados Unidos, dando por primera vez una imagen diferente de una guerra mitificada por los gringos. Hasta ese momento, todos habían defendido la necesidad de aquella guerra tan distante de la compasión. Pero la imagen del incendio supuso una nueva manera de contar las cosas. Quizá a partir de aquel día la guerra del Vietnam fue una guerra perdida.

Bueno será que, ante las contiendas políticas que nos esperan, cuidemos nuestra capacidad crítica y sepamos tomar distancia de un medio que, casi sin darnos cuenta, puede cambiar la percepción de la realidad. Bueno será que los políticos, en estos tiempos, relean el texto evangélico del lavatorio de los pies, antes de la Última Cena, y entiendan que al pueblo hay que lavarle los pies, no el cerebro.

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