¿Por dónde andas?

La Unión Europea se ha unido en torno a la pandemia: urge buscar soluciones y, sobre todo, una vacuna que nos libre de esta pesadilla. Así que en tres horas, a modo teletón, han reunido cerca de ocho mil millones de euros, dicen que la quinta parte de lo que se necesita. Todo un record de dinero y de entendimiento. Discrepaban sobre el cambio climático, los refugiados y el armamentismo, pero ahora se han puesto de acuerdo, quizá porque esta pandemia rompe fronteras y afecta a los intereses de todos, también de los poderosos de este mundo.

Lo cierto es que no sólo ha bajado la contaminación atmosférica o la paranoia del consumo, sino también nuestro orgullo occidental de ser omnipotentes protagonistas de la historia, señores de la ciencia y del progreso. ¿Se dan cuenta hasta qué punto dependemos los unos de los otros?

He vuelto a desempolvar “La peste” de Albert Camus, que no es sólo una crónica de la peste de Orán, allá por el 1947, sino una parábola del sufrimiento humano, del mal que nos envuelve y de la necesaria ternura y compasión que todos necesitamos.

Recuerdo la frágil figura de Benedicto XVI frente a los hornos crematorios de Auschwitz. Allí lanzó una pregunta dramática, humana y teológica, en medio del silencio espeso del campo: “Señor, cuando estas cosas ocurrían, ¿Dónde estabas?”. Hoy, también son muchos, como Iván Karamazov, los que se preguntan desolados por el sufrimiento, ¿dónde está Dios?

Puede que no consuele a muchos, pero pienso yo que estamos ante el misterio de la fe y de la vida, lo cual no impide que, como Job me queje y me querelle ante tanto dolor y, ya viejo, ante la brevedad y vanidad de la vida. ¡Ay, si yo fuera el dueño del tiempo! Si algo me queda claro es que Dios respeta la creación y la libertad del hombre y quiere que colaboremos en la construcción de un mundo que, mal que nos pese, siempre será limitado y finito.

¿Dónde está Dios? Está en las víctimas de esta pandemia, en los médicos y enfermeras que los atienden, en los científicos que buscan vacunas, en los que padecen hambre, en los voluntarios de Cáritas, en los que rezan por los demás y siembran esperanza.

El manejo de la luz no es más que un artificio: encendemos y apagamos a voluntad y nos quedamos con la boca abierta contemplando desde lo alto la gran ciudad, escenario de nuestras vanidades. Nada que ver con levantarse de madrugada y sentarse frente al horizonte esperando la salida del sol. El Dios mañanero nos acompañará hasta el ocaso, cuando en la tarde de la vida nos demos cuenta de que no todas las cuentan cuadran, ni los años, ni los sueños. Cuadra la esperanza y las certezas de la fe. Bien lo entendió el viejo salmista, frágil y confiado, y con él quisiera terminar por hoy:

“No temerás el terror de la noche, ni la saeta que vuela de día, ni la peste que avanza en las tinieblas, ni el azote que devasta a mediodía”. (Salmo 90).

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