Me atrevo a encabezar esta página con la palabra que Borges escogió para titular dos extraordinarios poemas. Esta palabra me sirve para recomendar la serie “Gambito de reina”, que María Eugenia y yo hemos visto en días pasados, cuyo hilo conductor es precisamente el ajedrez. Me atrevo también a formular, de paso, la sospecha de que el futuro del cine pudiera estar en las series; pero ese es otro tema, al que no es pertinente referirme ahora.
El ajedrez sí, su aprendizaje, la infatigable preparación y los despiadados entrenamientos, la tensión de las partidas, que se enfrentan con pasión, con ansiedad, con angustia, con miedo, hasta con furia; los relojes implacables que marcan los tiempos y rompen el silencio contenido de los espectadores; la alternativa de triunfos y derrotas; los torneos con grandes maestros, incluido su entorno político, sobre todo en los años de la guerra fría, entretejen una historia muy al gusto de quienes amamos el ajedrez.
Pienso que también gustará a quienes solo conocen el ajedrez por referencias, porque se trata de una historia bien contada, bien actuada y con un particular suspenso dramático: el resultado incierto de las partidas. Y no faltan los temas extra ajedrecísticos, la soledad y el recurso de la droga, la frialdad burocrática de las instituciones encargadas de la protección de los desvalidos, la insólita incursión de sectas religiosas. Todo ello en un ambiente un tanto sofisticado que parecería estar reservado para los hombres.
Pero cuando pienso en el ajedrez, vuelvo inevitablemente a los sonetos de Borges. Lo primero que me asombra es la precisión de los adjetivos: torre homérica, oblicuo alfil, peón ladino, caballo ligero, tenue rey, encarnizada reina. Son las piezas que libran en el tablero esa singular batalla en que se odian dos colores, como apunta Borges.
Pero, en los poemas, el ajedrez es bastante más que un juego o una batalla. Es un símbolo, es una metáfora, es una alegoría, es un misterioso trasluz de la historia, de la vida, de la condición humana y del destino. Los poemas concluyen con un interrogante perturbador: el jugador mueve las piezas; pero, en ese otro tablero de negras noches y de días blancos, Dios mueve al jugador, “¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueños y agonías?”
No incursionaré en las profundidades filosóficas o teológicas que sugiere la pregunta. Temo sucumbir en las agonías y perderme en el laberinto del tiempo.
Me conformo con considerar al ajedrez como un desafío exigente, riguroso, que demanda permanentes sacrificios de quienes pretenden alcanzar niveles de excelencia. Como en cualquier deporte. Como Richard Carapaz trepando las montañas.