Aunque el título de este artículo tenga relación con la historia personal de Felipe Rodríguez Rosario (Puerto Rico, 1965), lo escribo mientras llegan noticias de una nueva masacre con más de ciento dieciséis personas asesinadas de forma brutal en una prisión ecuatoriana. Todo resulta tan extraño, macabro y siniestramente sincronizado que alguien malpensado bien podría elaborar una teoría conspiratoria política y policiaca con todos esos ingredientes para descubrir a los culpables. Mientras tanto, apoyemos una reforma integral y urgente del régimen carcelario orientado a una verdadera rehabilitación social que permita a los detenidos trabajar, estudiar y formarse para el futuro.
Vuelvo a la historia de Felipe Rodríguez, un joven migrante latino que llegó a los Estados Unidos cuando tenía trece años. Allí creció, se casó, tuvo un hijo y se convirtió en policía auxiliar de Nueva York. En 1987, en la ciudad de Long Island, Maureen Mcneill Fernández, una joven mujer fue asesinada con treinta y seis puñaladas. Varios meses más tarde, un informante de la policía que era investigado como sospechoso, denunció a Felipe Rodríguez por este crimen. El delator, que era su compañero de trabajo, adujo entonces que Rodríguez usó aquel día un vehículo suyo para matar a la joven.
Durante el juicio, además del testimonio del informante, se presentó como prueba una moqueta de aquel vehículo con una gran mancha de sangre de la víctima. Sin más evidencias, Rodríguez fue condenado a cadena perpetua.
Veinte y siete años después, en 2019, tras la intervención de Innocence Project, un organismo privado de apoyo a personas condenadas injustamente, se logró la reapertura del juicio. Allí se descubrió, mediante pruebas de ADN, que la moqueta exhibida en el juicio para condenar a Rodríguez no tenía sangre de ninguna persona sino rastros de jugo de frutas que se había derramado sobre ella. De igual forma, el informante reconoció que había sido presionado por la policía para acusar a su compañero como autor material del crimen.
Tras haber pasado por centros penitenciarios como Green Haven o Sing Sing, Felipe Rodríguez confiesa que se mantuvo cuerdo y se aferró a la vida por su enorme fe en Dios. “Los libros que leí, más de dos mil en todo ese tiempo, incluida la Biblia que es mi obra de cabecera, me salvaron la vida”.
Hace pocos días, mientras conversaba con Felipe sobre su caso, me comentó que durante los primeros cinco años lo invadió la ira y cayó en una depresión inmensa. Creyó que iba a morir en prisión, pero un día vio el comercial de unos niños enfermos de cáncer que sonreían a la cámara y dijo: “A pesar de todo, yo también puedo sonreir”. Así recobró la fuerza y la paz necesarias para vivir.
Finalmente pronunció una frase que, por desgracia, resultó ser profética en estos momentos: “Ese sistema judicial no busca rehabilitar a nadie sino romper a sus presos para convertirlos en verdaderos monstruos. De este modo todos justifican su trabajo”.