Desde que estamos en cuarentena, el Ecuador no ha sufrido ni inflación ni escasez. Eso es positivo y, hasta cierto punto, inesperado. ¿Quién hubiera creído que, luego de cuatro meses de confinamiento, las estanterías iban a estar llenas y los precios estables?
Pues ambas cosas ocurrieron, en gran parte, gracias a una adecuada política implementada por el Gobierno: la política de precios (que consistió en no regular nada).
Es imposible saber por qué el Gobierno tuvo este importante acierto pero el resultado final es que no han faltado productos en los almacenes y que los precios se han mantenido sorprendentemente estables.
Entre marzo y junio, los meses de encierro, la inflación acumulada ha sido de 0,3%, o sea, extremadamente baja. Los precios de unos pocos alimentos frescos han subido, otros han caído y el resto de cosas casi no ha variado.
Por otro lado, los almacenes ofrecen, básicamente, lo mismo que ofrecían antes de la pandemia. Desde las tiendas de barrio o las fruterías de la esquina hasta los grandes supermercados, las cadenas de abastecimiento han funcionado y los productos siguen a disposición del consumidor.
En este sentido los empresarios privados han cumplido con su misión: abastecer la demanda de bienes y servicios. Porque esa es, finalmente, la razón de ser de las empresas. Y en esto están desde el ganadero que produce leche hasta la panadería que vende esa lecha ya pasteurizada, pasando por el proveedor de sobrealimento para el ganado, el distribuidor de productos veterinarios, el transportista que llevó la leche de la finca a la pasteurizadora y la cadena de intermediarios que la llevó a la panadería.
Todos ellos cumplieron con su misión de atender la demanda del público y, gracias a la política del no intervención del Gobierno, tuvieron la libertad necesaria para lograrlo.
Y eso se cumple para la leche y para cualquier otro de los millones de productos que llegan a los incontables almacenes que pueden atender a los consumidores. Y sí, los consumidores están golpeados en su vida diaria, pero eso es por una reducción en sus ingresos, y no por una falta de bienes disponibles en el mercado.
Si el Gobierno hubiera caído en la tentación de meterse a controlar un precio cualquiera, hubiera asustado a vendedores y a compradores y todos se hubieran lanzado a acumular aquello con precios regulados y con precios potencialmente regulables.
¿Se imaginan, además, un gobierno con tantos problemas que, por metiche, hubiera tenido que lidiar con las enormes complicaciones de implementar controles de precios, con una Policía que no se da abasto para controlar a los delincuentes, teniendo que, adicionalmente, controlar mercados? Un acierto no haberse metido en eso.