La Corte Interamericana de Derechos Humanos se apresta a resolver la querella presentada por el diario El Universo y Emilio Palacio contra el Estado ecuatoriano por la sentencia impuesta por un juez venal condenándoles a pagar 40 millones de dólares al entonces presidente Correa, en el mayor acto de corrupción que puede haber, que es manipular a la justicia. Emilio Palacio escribió un artículo relacionado con las acciones presidenciales el 30 de septiembre, día de la insubordinación policial. Correa demandó a Palacio y a El Universo. El juez Paredes, designado exprofesamente, dictó sentencia condenatoria siendo imposible que haya leído –en cuatro horas- y menos estudiado, miles de fojas, que haya escrito más de ciento cincuenta páginas que contiene la sentencia, violando elementales principios legales, adjudicando responsabilidad penal a personas jurídicas y a terceros por opiniones ajenas. Alguien ajeno al juzgado tenía escrita la sentencia: Chucky Seven, el pendrive en el que se encontró la sentencia redactada, es la evidencia de la sinvergüencería. Es vergonzoso que en lugar de investigar qué sucedió –y cómo sucedió- el Consejo de la Judicatura suspendió a los funcionarios que, obedeciendo una resolución judicial, entregaron copia del archivo inculpador. Se nombró y removió a doce personas en las instancias que conocían el caso, que terminó resolviéndolo el juez posesionado horas antes. Renunciaron jueces, unos por no afrontar la responsabilidad de administrar justicia independiente y otros porque fueron sorprendidos en una secuela de repudiables actitudes.
El proceso y la sentencia evidencian el cúmulo de abusos y arbitrariedades que se cometieron al enjuiciar y sancionar a una persona jurídica atribuyéndole responsabilidad penal, no prescrita en ninguna ley, o al pretender que sus directivos debían censurar al periodista que escribió un artículo con su nombre, es decir, bajo su responsabilidad, existiendo serias presunciones de que la sentencia dictada por ese juez fue escrita por quienes defendían a la otra parte.
No es posible, para ningún ser humano –normal o no- leer un proceso con miles de documentos, realizar la audiencia de juzgamiento, escribir la sentencia –que tiene 156 páginas-, leerla antes de firmarla, todo en treinta y tres horas, que es el tiempo transcurrido entre que se realizó la audiencia y notificó la sentencia. Menos aún para un juez que se encargaba recién del caso, un juez “golondrina”, que se nombra para que actúe en una forma determinada. Paredes fue nombrado juez titular al poco tiempo.
El efecto letal de una sentencia así fue el amedrentamiento a la prensa de investigación y opinión. Fue un atentado efectivo contra la libertad de expresión. Prácticamente terminó con el periodismo de investigación, el arma efectiva contra la corrupción.
Sobre esta sentencia perniciosa y corrupta, resolverá la CIDH.