Fotógrafos modernos

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Para principios del siglo XX, la fotografía estaba instalada en la vida del común ecuatoriano. Registraba la ciudad, las comunidades indígenas, los nevados, los bares y los asiduos del teatro. Había fotógrafos y fotógrafos; unos documentaban ficcionando o manipulando las realidades urbanas como José Domingo Laso en Quito, otros reconstruían las fantasías de la modernidad importada traducida en elegantes veladas y mujeres con miradas de ensoñación cargadas de grandes magnolias y rosas. Hablo de Emmanuel Honorato Vázquez en Cuenca. A ambos fotógrafos se les ha dedicado un libro; al primero escrito por Coco Laso, su nieto fotógrafo y cuyo lanzamiento se lleva a cabo en estos días, al segundo, cuya sesuda selección fue realizada por otro fotógrafo, Pablo Corral y textos deliciosamente seductores de Cristóbal Zapata. Lanzamiento aún pendiente. Ambas obras, extremadamente valiosas para la historia de las visualidades, fueron publicadas con el apoyo del Municipio de Quito. Me centro en el menos conocido, Vázquez, una caja de pandora, ventana que permite escudriñar la vida íntima de la parroquial Cuenca de las décadas entre 1910 y 1930.

Dije parroquial, un término que insinúa un espacio cargado de tradición, conservador y apenas expuesto a los trajines de la vida moderna. Sin embargo, el cuento es distinto. Recuerdo al lector que Cuenca fue y sigue siendo una urbe de contrastes bárbaros; una Cuenca conservadora esconde la otra cara de la medalla, aquella bohemia, creativa, audaz, loca. Y a esta perteneció Emmanuel Honorato Vázquez y su círculo. Hijo del político, diplomático y escritor, Honorato Vázquez, tuvo la fortuna de viajar y vivir en Madrid cuando su padre realizaba su trabajo en pos de llegar a los acuerdos sobre los límites con el Perú. Allí, Emmanuel estuvo en contacto con los más grandes modernistas españoles, conoció a algunos, bebió de otros como el gran simbolista Anglada Camarasa. Y aprendió a enfocar distinto, a crear escenarios nuevos, y a hacerlo como un artista de la fotografía, como un fotógrafo de arte, tal como reconocerían colegas y amigos en epitafios póstumos publicados tras su temprana muerte. A su vuelta a Cuenca y las comarcas circundantes, actuó como si viviera en tierra propia la prolongación de su estadía europea.

Los descendientes han guardado celosamente cientos de placas de vidrio, algunas estereoscópicas. Con gran visión encargaron la digitalización de calidad de toda la obra. El material es enorme y lo pude conocer en días de selección de objetos para la exposición “Alma mía. Simbolismo y modernidad, 1900-1930”. El libro es un abrebocas a quien consideramos el más grande artista fotógrafo de época en Ecuador. A no dudarlo, una vez difundida su obra, será parte de las historias de la fotografía en América Latina.

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