La tradición dice que, tras predicar por la península Ibérica, el apóstol Santiago volvió a Jerusalén, en donde fue decapitado por Herodes Agripa I.
Para evitar la profanación de sus restos, sus discípulos, Atanasio y Teodoro, dispusieron su traslado al confín de los mares, a Galicia, en una barca de piedra -probablemente una barca de la piedra, porque los fenicios iban hasta allí para conseguirla-. Su sepultura fue descubierta por el monje Pelayo, en el Siglo IX, en un paraje conocido como Campus Stellae.
En los siglos X y XI comenzarán las peregrinaciones de quienes buscaban la fe lejos del materialismo de Roma.
Ese camino en busca de Santiago está en el origen de Europa. Junto con Roma (a donde van los romeros) y Jerusalén (a donde se dirigen los palmeros), Santiago es uno de los tres centros básicos del cristianismo.
La celebración del Año Santo tenía lugar cuando el 25 de julio coincidía en domingo -cada 6, 5, 6 y 11 años-, pero el camino eclosiona de la mano del libro de un brasileño, “O diário de un mago”, con el que Paulo Coelho, tras hacer el camino, consigue convertirlo en un icono a medio camino, nunca mejor dicho, entre la espiritualidad y la superstición.
He conocido a ecuatorianos que lo han hecho (a caballo incluso) y que han regresado envueltos en un extraño manto entre divino y humano que los ha dejado marcados.
La visión de Santiago desde el Monte del Gozo (primera visión que tienen los peregrinos), la impactante plaza del Obradoiro, y la majestuosa catedral que la preside, forman parte de ese encantamiento.
Pero después del camino hay que reponer fuerzas, para lo que les recomiendo un recorrido que, desde Santiago, los lleve hasta la desembocadura del río Miño, padre de todos los ríos gallegos, que separa España de Portugal. La mañana les dará para hacer un alto en la bella Pontevedra, dueña del barrio antiguo mejor conservado de Galicia; para una escala en la isla de Arosa, en la que tomar el aperitivo -pulpo al estilo de la isla, chipirones guisados y sus imbatibles mejillones-; y para un recorrido por las murallas del Parador Conde de Gondomar, en Baiona, lugar que tuvo la primera noticia del descubrimiento de América, porque la Pinta llegó a su bahía, el 1 de marzo de 1493, tres días antes que Colón, con la Niña, a Lisboa.
Desde Baiona a A Guarda discurre una preciosa carretera a orillas del mar, que invita a la fotografía y a dejar volar la imaginación. A los pies del monte de Santa Tecla está A Guarda, pueblo de pescadores con un hermoso muelle, y las casas al pie del malecón. Está lleno de restaurantes, pero les recomiendo el ‘Riveiriña’, niña de los ojos de Mila, su propietaria. Diga que va de mi parte y póngase en sus manos, porque tendrá el mar en su mesa. Es una de las sonrisas del apóstol al peregrino.