El sacerdote belga Charles Moeller (1912-1986), en el primer volumen de su obra magistral, Literatura del siglo XX y cristianismo, realizó sendos análisis de textos de escritores como Camus, Gide, Huxley, Simone Weil, Graham Greene, Julien Green, Bernanos, desde su doble punto de vista de sabio, lector inveterado y sin prejuicios de lo mejor del universo intelectual del siglo XX, y de cristiano cabal que, con los principios en que cree, procura interpretar el pensamiento humano. El subtítulo de este volumen es “El silencio de Dios”.
En todas las épocas, Dios ha callado y calla. Calla su rumor en el espíritu de los seres humanos, cuando nos dejamos vencer por los señuelos del mal. Calla entre los valores perdidos y la incesante atracción de lo innecesario y superfluo, que gana con su sinsentido al sentido mismo de la vida. Calla, cuando hablamos como si nuestras dichas y desdichas se debieran a su voluntad. Cuando decimos ‘¡Qué bueno es Dios con nosotros!’, y pretendemos en ese ‘nosotros’ aislado en el bienestar y la comodidad, olvidar que ese ¡qué bueno es Dios conmigo! supone, correlativamente, la ‘maldad’ de Dios con el infeliz, con el que sufre, con el que nada tiene, con el pequeño ladrón, el desgraciado, el enfermo; el olvido de Dios respecto de innumerables hermanos que apenas acceden a bienes que toda sociedad humanamente organizada está obligada a entregarles: trabajo, alimento, educación. Su olvido de los niños abusados, de mujeres y hombres maltratados, de pueblos expulsados de territorios ancestrales, de su antigua y limpia manera de vivir. Dios calla en este planeta superexplotado por la ambición, en ‘bien’ de pocos; en las tragedias de la naturaleza violada y sufrida; en sequías y tormentas, sunamis, explosiones, terremotos, extinciones. En la pérdida de especies vivas, de plantas, animales, aguas, hielos, cielos, nubes, paisajes. En el turismo abusivo que vacía con su ruido la belleza de selvas y bosques, ríos, árboles, monumentos, ciudades. Dios calla en la guerra, en el corazón de los eternizados en el poder, en la insensibilidad de la codicia; calla en toda forma de abandono. En el insulto y en el modo grosero de separar entre sí a los hermanos, a base de mentiras y esperanzas ficticias. Calla en la corrupción que nos acosa, que nos acosó ayer y anteayer y seguirá mañana. Y calla, sobre todo, en nuestras invocaciones…
El silencio de las conciencias vacías es el silencio de los valores, de la presencia de los otros, el de uno mismo. ¿Cómo hablaría Dios a un mundo en el cual lo usamos para justificar el fanatismo y el horror, y solo oímos el llamado del dinero y las cosas? Si Dios hablara, sabríamos cómo disminuye nuestra humanidad en cada trampa; cómo el tener no añade un segundo a nuestra vida. Sabríamos que cada instante dejamos de ser. Obraríamos en consecuencia.
Dios calla tanto, tanto y en tantos lugares, seres e ilusiones, que quizá sea mejor, por ese Dios que hoy sirve para justificar el más cruel fanatismo, pensar, no que Dios calla, sino que Dios no está…