Mis plantitas sin regar

Clima horrible, calor inusitado; sequedad en los ojos, en los labios. Días de luz hasta la ofensa, de dolorosísimas noticias y de un miedo que se cocina a lento fuego bajo el cielo blasfemo. Ultimatums criminales y voluntariamente ignorados, de la droga, la corrupción y la codicia, y esa palabra atroz, la peor de todas, la impunidad que parece avecinarse para favorecer a los peores. En fin: enumerar estas desgracias es escarbar en heridas abiertas, multiplicar el temor y la desesperanza… ¿Qué pasará después?

Han sido días difíciles, lo son y lo seguirán siendo. Pero hay dificultades que incitan a trabajar mejor, que prueban, estimulan, desafían y nos alejan de la idiocia y de la deficiencia de la comodidad, a la que fácilmente nos abandonamos. Dificultades que duelen, pero impulsan. ¡Que así sea para nuestro Presidente!

Y hay gestos, tan sencillos: ya no importa una copa rota en mil pedazos. Antes, sufríamos su pérdida, lamentábamos el ‘juego’ incompleto, cuidábamos las demás evitando sisarlas. (El diccionario oficial trae sisar como ecuatorianismo, por ‘pegar las piezas de un objeto roto’, pero yo recuerdo este término en sentido casi opuesto o complementario -como son complementarios los opuestos-: ‘debilitar o rajar por presión o golpe leve, sin despedazarlo, un objeto rompible), y recuerdo cómo, alguien, nunca nosotras, sino Rosaura, Teresa o Juana, anónimas, remplazables, recogía los pedazos y los botaba a la basura donde todo se juntaba. Hoy que importa menos la copa rota, mi hija buscó uno por uno los pedazos, sin barrer el espacio, y los juntó cuidadosamente: retiró muebles cercanos para que no se le escapara una mínima esquirla, envolvió todo en hojas de periódico, guardó el paquete en una bolsa desechable de plástico que amarró con cuidado; ¿no era chocante tanta minuciosidad, a nuestros ojos, digna de mejor causa? Al hacerlo, ella pensaba en las manos del basurero, en las de las personas que aún rebuscan en las bolsas de basura para encontrar comida, objetos que pueden servir, papeles, trapos: asumía que quienquiera que buscara tendría dedos que podrían cortarse, palmas por herirse. Pensaba en los demás, en los que, aunque existan olvidados, son.

Al volver a casa, me topé con las hojas amarillentas casi secas de mis queridas matas de geranio; con los dos o tres pétalos rojos, blancos, fucsias que restaban, luego de haber adornado el patio y el jardín.... Había olvidado regarlas en el ir y venir de los días que no fueron vacíos. Reconozco avergonzada que apenas las he visto, al pasar, que no he querido verlas, y he seguido dejando para mañana su sedienta llamada.

Cosas terribles o anodinas, pero que importan a todos: la copa rota no lastimará a nadie, y quizá reverdezcan y florezcan geranios olvidados. Los niños siembran ‘su’ arbolito en el parque de Guangüiltagua. Se ocuparán de él, y reverdecerá el espacio depredado. Y seguirá la poesía, preguntándose: ‘¿Qué pasará de noche? / No hay mañana que no tenga el jardín / rosas difuntas…’.

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