Soñó muchas veces con alcanzar el poder, pero estaba claro que si pretendía hacer realidad aquel sueño, era imprescindible enfocarse en un enemigo al que todos temieran. Así lo hizo. Escogió al enemigo más grande y lo acusó directamente de los males que habían caído sobre su pueblo, y también de los que caerían en el futuro si la nación no se levantaba de una vez por todas contra aquel gigante.
Notó entonces que el discurso nacionalista calaba a la perfección en aquella nación dolida, sufrida, que se hundía en la miseria por el abandono y la ambición perversa de los gobernantes del pasado, entregados al gran enemigo en cuerpo y alma como sus siervos obsecuentes. Los tildó de traidores a la patria y los responsabilizó también de todos sus males.
Mostró dotes histriónicas y burlonas, aunque al inicio guardaba cierta compostura ante los micrófonos y las cámaras. Afable, acudía a la prensa y convocaba a los periodistas para difundir su mensaje.
A todos los trataba como si fueran sus amigos, y les brindaba sonrisas y muestras de afecto, aunque en su interior sabía que sus siguientes enemigos en la lista serían todos esos reporteros y redactores que lo alababan y fotografiaban, pero que mañana, cuando él les ordenara callar o les instruyera no publicar, no decir o no investigar, se apartarían de la línea…
Así, encumbrado en una tarima, apelando al discurso encendido contra los enemigos de la patria, esos espectros tenebrosos que los acosaban desde el cielo, le pidió al pueblo que confiara en él, solo en él y en nadie más, pues únicamente él era capaz de rescatar a la nación del pozo profundo en el que se había hundido.
Y así, muchos le creyeron e hicieron realidad su sueño.
Desde que asumió el poder sus huestes mostraron los dientes y la violencia creció en las calles hasta niveles que ya no se recordaban. La corrupción del gobierno, lejos de controlarse, se desbocó. Aparecieron entonces los primeros avezados que intentaron denunciar, que pretendieron investigar, que alzaron sus voces de protesta, y, tal como lo había previsto, los amenazó y los silenció. Pero había otros poderes en esa nación que pretendían equilibrar sus fuerzas, y él no los toleró. Los jueces y la justicia debían ser suyos, los legisladores debían rendirle pleitesía, e incluso el soberano debía humillarse ante él, porque la única majestad de esa nación, siempre fue él.
La receta de Benito Mussolini, Primer Ministro y Duce italiano desde 1922 hasta 1943, quedó escrita en los anales de la historia para que los aspirantes a dictadores la asumieran como propia y la usaran, con pocas variantes, en sus aventuras antidemocráticas. El gran enemigo, por ejemplo, en algunos casos ha sido distinto, y las reivindicaciones raciales han estado encubiertas, pero en el fondo, los tiranos del siglo XX y del XXI, hasta hoy han utilizado sin pudor esta receta, porque en esencia son lo mismo y casi siempre terminan sus días como terminó los suyos el ideólogo del fascismo.