Piensa mal...

El incendio del Palacio Imperial de San Cristóbal, en Río de Janeiro, destruyó no solo un edificio cargado de historia por haber sido la residencia de la familia real portuguesa, sino que además albergaba en su interior más de veinte millones de piezas invaluables para la humanidad.

Construido en 1803, el edificio neoclásico se asentaba en una de las zonas de vista privilegiada de Río de Janeiro. Se convirtió en Palacio Imperial en 1808 para recibir al príncipe Juan de Braganza y a su familia, que huyeron tras la invasión napoleónica a Portugal. Por el Tratado de Río de Janeiro, que reconoció la independencia de Brasil, Pedro I, el hijo de Juan VI de Portugal, se convirtió en emperador y vivió en ese lugar con su esposa, la archiduquesa María Leopoldina de Austria. El hijo menor de la pareja, Pedro II, el último emperador de Brasil, residió en San Cristóbal hasta 1889, fecha en que se proclamó la República y se expulsó del país a la familia real.

Entre las piezas perdidas en el fuego se encontraba una de las colecciones arqueológicas más importantes del mundo. También constaba en su acervo, por ejemplo, el esqueleto más antiguo encontrado hasta la actualidad en Sudamérica, llamado Luzia, de 11.500 años. Había allí, además, tesoros egipcios, sarcófagos, joyas, restos antropológicos, piezas de las culturas indígenas del Brasil y de otros pobladores de América, objetos personales de la familia real, cartas originales y documentos importantes de la época... Pero, extrañamente, ciertos objetos como los casi quinientos mil libros de su biblioteca o las colecciones botánicas, al parecer situadas en otras alas del museo, no fueron afectadas por el fuego maldito que arrasó, en cuestión de minutos, casi por completo con lo más valioso de aquel enorme palacio. ¿Acaso fue este un hecho fortuito imputable tan solo al recorte presupuestario del museo y a la desidia e incapacidad de las autoridades para proteger aquel patrimonio?

La pérdida de cualquier museo del mundo es una tragedia de magnitud incalculable. Allí, en esos espacios, en muchos casos olvidados o en otros, saqueados impunemente, y que representan la mayoría de las veces una carga para los Estados o para las instituciones que los regentan, se encuentra almacenada la memoria y el ADN de este planeta desde sus orígenes más remotos. El dicho popular dice “piensa mal y acertarás”, y solo puedo pensar en la inmensa cantidad de tesoros que despertarían actos de codicia y vileza en tanta gente.

A propósito, me pregunto: ¿Cómo estamos protegiendo los tesoros patrimoniales del Ecuador? ¿Las extraordinarias piezas del museo del Banco Central se encuentran a buen recaudo o debemos dar crédito a las versiones que han surgido en los últimos tiempos? ¿Dónde y cómo se resguardan las famosas tablas grabadas y escritas por una civilización desconocida, descubiertas en la Cueva de los Tayos, entre otros objetos que conservó hasta su muerte el padre Carlos Crespi?

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