Parece que empiezan a disiparse las nubes bajas que envuelven a los eventos del 30 de septiembre de 2010. La últimas noticias surgidas desde los más temidos infiernos aseguran que el documento original que contiene la verdad, quizás el único existente, ha sido encontrado. De ser así, por fin podrá conocerse la realidad de aquellos hechos turbios que dejaron cinco personas muertas pero ningún asesino convicto, y que arrasaron con la vida de cientos de inocentes acusados y juzgados, según rezarían tales textos, por un montaje armado para envanecer a la supuesta víctima y darle cierto aire épico a una revolución que nunca fue tal.
Los acontecimientos alrededor del misterioso documento también resultan nebulosos como todo lo que sucedió aquel aciago día, pero al menos han abierto la posibilidad de descubrir en el barro ya endurecido las huellas de los que pasaron realmente por la escena del crimen, las de las víctimas y sus victimarios, e incluso las de los que más tarde, diligentes y obedientes, intentaron borrarlas para siempre.
Años después del 30-S, cuando aún se festejaba el evento bailando sobre los cadáveres de los caídos y mofándose de los detenidos y exiliados, cuando la Megan aparecía en pantalla recordándonos su nacimiento, mientras las viudas, los huérfanos y los padres desolados deambulaban entre las cortes y los cementerios clamando por justicia y buscando respuestas, un personaje que parecía saber más de la cuenta me dijo aproximadamente las siguientes palabras: “Ellos se encontraron con ese hecho sin haberlo planificado, y más tarde todo encajó de forma perfecta para inventar un secuestro, orquestar un aparente golpe, inculpar a ciertos opositores incómodos y salir airosos de la batalla…”.
En ese momento no creí que toda esa palabrería podía tener algún grado de veracidad, pero la vida me ha enseñado que en las historias más increíbles y en las ficciones menos probables, bien puede estar oculta la realidad. Hoy, mientras esperamos leer aquel inédito manuscrito, imagino cómo estarán los nervios de los que en ese escenario improvisado hicieron el papel de autores, cómplices y encubridores de los crímenes que allí se cometieron, y cómo se sentirán aquellos que ordenaron disparar contra un hospital o contra los inocentes que solo cumplían con su deber. Qué pensarán hoy aquellos jueces que condenaron a los presuntos implicados en un golpe que nunca se produjo, o a otra persona por el “delito” de aplaudir. Cómo pensarán escabullirse ahora los que armaron la escenografía, montaron la tramoya e improvisaron el libreto. Pienso en ellos, los protagonistas de la obra teatral, pero sobre todo en las víctimas de la misma, en Juan Pablo Bolaños, Darwin Panchi, Jacinto Cortez, Edwin Calderón y Froilán Jiménez, en ellos y sus familias, y en los que estuvieron o siguen en prisión, en todos los que sufrieron las consecuencias de un acto que, finalmente, será juzgado por la Corte Penal Internacional.