En medio de tantos avatares, sorpresas e incertidumbres, proyectos y consultas, sigue pendiente la reconstrucción de la institucionalidad, tan maltratada en los últimos años. Sería una calamidad que, al margen de una democracia real, de un auténtico estado de derecho, se impusiera a todos un modelo único.
En los años pasados, la tentación estatista fue demasiado grande. Es la consecuencia de un populismo más ideológico que ético, con un discurso de izquierda pero con alma clasista: todo para el pueblo pero sin el pueblo. Era la cantaleta de Don Carlos III y su panda de ilustrados.Como la mayoría de los ecuatorianos, miro con ilusión el futuro y confío en que los nuevos aires barrerán el polvo acumulado y oxigenarán nuestra frágil democracia. Ojalá que, poco a poco y entre todos, vayamos construyendo un espacio común que refleje el pluralismo de nuestras opciones y en el que cada uno pueda pensar, hablar, vivir y convivir sin presiones ni amenazas.
No faltan las propuestas y los buenos deseos, las mesas de diálogo y las declaraciones solemnes, pero todo quedará en nada o en poco si no aclaramos bien el panorama político y económico, si las leyes no responden a las necesidades reales del pueblo, si no solucionamos sus dolores y colmamos sus carencias. Sólo entonces, y cuando el código de derecho penal se aplique sin contemplaciones a los fanáticos de la corrupción, sabremos bien hacia dónde vamos. Antes, no. Digan lo que digan. Por ahora, la verdad y la mentira se entremezclan y confunden. Es verdad que todo lleva su tiempo, pero, después de tantos años de manoseo de las instituciones, la democracia se ha ido convirtiendo no tanto en un régimen convivencial, promotor del bien común e integrador de las diferencias, cuanto en una oportunidad para que unos pocos hablen, decidan y ejecuten en nombre de todos. Lo cierto es que ni siquiera eran los mejores.
Con frecuencia se olvida la importancia de ese espacio común e integrador. Lástima que hayamos tenido que llegar hasta aquí para que algunos espabilen y proclamen (esperamos que de forma sincera y decidida) el valor de la democracia. No es sólo tarea de los partidos. La sociedad, tan denostada en otro momento, la ciudadanía, los agentes y las organizaciones sociales, la academia, los medios,… tienen una palabra, muchas palabras, que decir. El valor de la ética y el imperio de la ley son la única garantía del estado de derecho, de la libertad y de la equidad. Y, por supuesto, el espacio privilegiado en el que las ideas se debaten y el pluralismo se visibiliza. Puede que en él no se eviten las mentiras ni la corrupción, pero sería mucho más difícil que semejantes lacras prosperaran.
Espabilar. De eso se trata. De volver sin demora a los valores más hondos y nítidos de la res publica. Sin perder el tiempo.