Estamos hablando de salvaguardias para 2 800 partidas (incluidos 461 alimentos con nuevo arancel), del 5% al 45% de incremento. Aunque se quiera suavizar el impacto, no es moco de pavo de lo que estamos hablando. Y, aunque uno no es ducho en estas artes, se hace las mismas preguntas que la mayoría de la grey, preocupada por lo que se nos viene encima. ¿Habrá suficiente producción nacional como para sostener la economía?, ¿podrá la iniciativa privada compensar el déficit público?, ¿las medidas tomadas, impactarán duramente al comercio, a los precios, a los consumidores?, ¿afectarán al empleo, a la salud, a la educación, a la calidad de los servicios públicos?, ¿serán suficientes las políticas de ahorro o habrá que invertir más y mejor?…
Sin duda que el tiempo, tan aliado de la verdad como del olvido, aclarará las zonas grises de nuestra economía y ojalá que los nubarrones se disipen y no sean los de siempre, los pobres, los que tengan que pagar el pato de la crisis.
A pesar de la incertidumbre (nada inquieta y debilita tanto como la duda), quisiera hablarles de la felicidad. Porque, metidos como estamos en la vorágine económica, cabe pensar que en ello nos va la vida, su sentido y su futuro,… Y no es verdad. Hubo un tiempo en que casi todos (salvo los hijos de la gallina blanca) éramos más pobres y, sin embargo, no necesariamente infelices.
Al contrario. Yo siento todavía la nostalgia de los tiempos recios, en que nos contentábamos con poco y el misterio del amor se desvelaba en el hecho simple y amable del compartir. Entonces, como por arte de magia, el pan blanco, cocido con amor, partido y repartido por las manos expertas de la madre, se convertía en el mayor motivo de una alegría nacida de lo hondo, allí donde habitan la gratitud y el gozo.
Al amparo del buen vivir materialista, en el que la felicidad consiste en salir de compras, corremos el riesgo de convertirnos, no en personas o ciudadanos, que miden la felicidad por su capacidad de amar, servir e y crear, sino en consumidores compulsivos, cuyo metro patrón es su propia ansiedad ante lo que aún no han comprado, acumulado o experimentado. Dice por ahí algún sociólogo ilustrado que el aburrimiento, tanto como la codicia, nos hacen coleccionistas de cosas inútiles… Puede que sea verdad, aunque no siempre. Mi padre, que era un excelente profesional, comprometido con todas las causas nobles, era también un entusiasta filatélico. Por eso, pasé media infancia lavando estampillas…
Puede que tengamos que apretarnos el cinturón. No nos vendrá mal, si la dieta es sana y equilibrada. Los políticos algo tendrán que aprender, por ejemplo, a organizar un país que no solo dependa del petróleo, pero todos, toditos, tendremos que aprender a ser felices con menos, apostando por una vida más austera, sana y ecológica. En tiempo de vacas flacas, busque la felicidad verdadera.