La discrepancia

Ahora que se acerca el proceso electoral conviene recordar algunas cosas que nos ubiquen no sólo en la lid política sino también en la vida personal y social. Pareciera que las emociones, las ideologías y los intereses justificaran todos los excesos. La tentación del “todo vale” siempre está presente con tal de lograr lo que uno se propone. Y no es así. Siempre tiene que prevalecer el respeto, el diálogo y la dignidad de la persona.

En democracia no hay que temer la discrepancia. A lo que hay que tener miedo es a la intransigencia, al sectarismo y a la violencia que ejercemos sobre los demás. El otro, el diferente, el discrepante, no es nuestro enemigo. Si actúa con honestidad y busca el bien común sólo es un compañero de viaje que trata, las más de las veces, de construir lo mismo, quizá por otro camino.

En este mes cumplo 25 años de estadía en el país. Tengo la nacionalidad ecuatoriana y soy ciudadano de pleno derecho. Así soy y así me siento. Y por eso trato de contribuir al bien de todos y de hacer mi pequeño aporte a favor de un país mejor integrado, necesitado de desarrollo y esperanza, de mayor justicia y equidad. Y lo hago desde la ética y la fe que habita mi corazón de hombre creyente que quiere ser digno y libre. Estas convicciones deberían definir nuestros planteamientos políticos y el servicio al que estamos llamados y que quizá algún día tendremos que prestar. Otra cosa, posterior y de menor importancia, serán los programas, los partidos, las metodologías,… Cada uno tiene que saber alimentar sus lealtades, pero sin ética y sin respeto al discrepante todo queda emponzoñado por los intereses personales o de troncha.

Aunque pensemos de forma diferente y tengamos una distinta visión del mundo y de cómo organizarlo, ¿sabremos respetar a las personas y salvaguardar su dignidad? Apliquémoslo a algo tan evidente (aunque no para todos) como es el caso de los migrantes y refugiados. Europa siente que son un peligro. Pero son ellos, los desplazados, los que están en peligro, los que, a pesar de las diferencias culturales o religiosas, necesitan de nuestra acogida y de nuestro apoyo. Al final, la incapacidad para asumir las diferencias y discrepancias nos lleva al fanatismo y, por tanto, a la exclusión del enemigo. Un fascista europeo, allá por los años treinta del pasado siglo, antes de la caída de los dioses, decía que el mejor judío era el judío muerto. Ustedes ya saben cómo terminó aquella historia devastadora…

El bien del país nos pide grandes dosis de tolerancia, de convergencia y de unión, un uso más responsable del lenguaje, que no utilice la esfera privada como argumento en el debate público. Los ciudadanos necesitan, sobre todo, conocer y debatir programas y alternativas, más allá del morbo y de la escandalera mediática. Ciertamente, lo que está en juego es el futuro.

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