La semana anterior se desarrolló una audiencia singular. No hubo cobertura de prensa ni manifestaciones de solidaridad. Tampoco fue nadie con pancartas a pedir justicia ni se acercó ninguno de los defensores de los derechos humanos, de la naturaleza, del Yasuní o de los pueblos indígenas aislados, a la Corte Provincial de Justicia de Orellana. Once de 17 guerreros waorani enfrentaron la audiencia de juzgamiento por el ataque a los tagaeri-taromenane ocurrido en 2013. Una organización local y dos misioneros capuchinos acompañaron a esas familias a las que se ha sentado en el banquillo de los acusados sin que puedan entender el galimatías jurídico en que les han metido. Las mujeres de los acusados, dando ejemplo de fortaleza y dignidad, cantaron sin parar en la puerta del juzgado por cuatro días.
En cinco años, además de un video documental, uno de televisión local y dos ollas agujereadas, no hay una versión o relato oficial del hecho ni pruebas que lo demuestren.
Sus funcionarios han seguido adelante con un juicio sin pies ni cabeza, en donde no se ha respetado el debido proceso, empezando por la mínima garantía al derecho a la defensa: la traducción. Se ha conseguido un traductor para la audiencia final (es decir, no se han enterado de las diligencias de este largo proceso), para traducir lo intraducible, pues hay palabras y conceptos que no existen en la lengua de los acusados. Para remate, darían la sentencia por Skype allá, donde casi nunca funciona el internet. Si no fuera una tragedia podríamos decir que ha sido una comedia.
La Defensoría del Pueblo y la relatora de derechos de los pueblos indígenas de Naciones Unidas se ha pronunciado sobre el tema pero, hasta ahora, se ha ignorado su postura.
Quienes montaron este tinglado jurídico no han hecho sino afectar a las comunidades del Yasuní aplicando un juicio penal a un asunto que tiene que ver con omisiones del Estado: el fracaso de las medidas cautelares, el haber ignorado las alertas dadas luego de la muerte de una pareja de ancianos de esas comunidades y el haber llegado al lugar de los hechos ocho meses después de que estos ocurrieron, sin forenses o especialistas. El Estado, y sus funcionarios, no cumplieron con los principios de precaución y reparación, no supieron proteger a los tagaeri-taromenane y tampoco a sus vecinos waorani y, en todo este tiempo, ni siquiera han podido investigar cuál fue la chispa que activó la mecha de la violencia en la selva. Eso sí, todos han cobrado por su conveniente inoperancia.
Esos operarios judiciales, que ahora están inventando una sentencia “intercultural”, han librado al Estado de sus responsabilidades y han puesto en el banquillo de los acusados a las personas equivocadas. Como en los mejores tiempos de la Colonia han pretendido “domesticar a los salvajes” y dar lecciones de moral.