¿Qué extraño sentimiento, pensamiento, práctica o ideología haría pensar a un ser humano que es superior a otro ser tan humano como él? Quizás el miedo a lo desconocido, a lo que no practicamos como común, el temor a resultar inferior. Somos, todos, hombres y mujeres con el mismo derecho a la vida, diferentes en edad, color de piel, la fe y nuestras costumbres culinarias, es decir, la cultura en la que nos criamos. Unos comemos llapingachos, otros, tortillas de maíz o arepas.
Algunos rezamos a un solo Dios otros a varias deidades, sus nombres no tienen importancia, representan la energía superior a la que nos aferramos para soportar las pruebas diarias que no podemos explicarnos. Ante ella nos arrodillamos una vez a la semana o todos los días al amanecer y al atardecer. Nuestras lenguas, idiomas, propias de cada comunidad pueden llevarnos a la confusión, pero la inteligencia permite el entendimiento y respeto universal. Entender que estamos en un solo nivel a pesar de las incompatibilidades vivenciales.
A diferencia de los animales, los humanos tenemos la habilidad de discernir, conversar, comparar y llegar a conclusiones propias, únicas, sobre los contrastes, reconociéndolos, pero sin derecho a la superioridad. Las diferencias económicas, de educación, cultura e ideologías religiosas y políticas nos enriquecen. El temor a lo desconocido nos empequeñece, nos lleva a pensar que, de alguna manera, unos somos superiores a otros. Triste realidad en la que nos vemos sumergidos a nivel mundial.
Los desastres naturales, se siguen unos a otros, con mayor frecuencia y gravedad. Los humanos, idea aceptada universalmente, con pocas excepciones, por el descuido frente a nuestro planeta causamos estas tragedias. La consecuencia el desamparo de miles de humanos en busca de soluciones a sus penurias, forzados a abandonar sus territorios, costumbres y orígenes.
Las dictaduras encubiertas con mil caretas, destruyen los más ricos terruños, mutilan a sus comunidades con hambre e inseguridad, mientras el resto lo deja continuar. Fuerzan a los pueblos al éxodo masivo.
Si los propios hombres y mujeres encubrimos y permitimos lo que obliga a poblaciones enteras a migrar, a buscar una solución de vida. ¿Cómo sentimos que tenemos derecho a enfrentarlos cuando traspasan nuestras fronteras y las tenemos en nuestro diario vivir, matándose por vivir, luego de un doloroso y largo desplazamiento? ¿Nos atrevemos a señalarlos con largos dedos acusatorios, llenos de temor y juzgamiento, hacerlos sentir inferiores al merecimiento a un futuro seguro?
Cómplices cuando callamos ante la defensa abierta de los líderes del pasado a un sistema político dictatorial que abusa de sus propios pueblos. Encubridores silenciosos al no gritar y obligar a acciones nacionales en contra de estos politiqueros llenos de poder falso y destructivo.
¿No será que, respecto a nuestros símiles, sin importar el credo que profesamos o la ideología que practicamos, nuestra estatura decrece ante lo desconocido y un pequeño Hitler amenaza con aparecer?