En mi columna anterior preguntaba, en función de la innegable presencia de actividades relacionadas con el narcotráfico durante décadas, si en el Ecuador se puede hablar de narcoestado, es decir, de un país en que el poder ha sido permeado. Puede que “solo” se trate de narcoeconomía o de un par de narcoprovincias, pero el Estado y la sociedad ya no pueden darse el lujo de seguir mirando para otro lado.
La permisividad en la frontera norte en los últimos años -junto al debilitamiento de la fuerza pública- es un hecho, pero es necesario tener en cuenta que no se trata de un problema estrictamente territorial -lo cual de suyo ya es grave- sino de una penetración lenta y sostenida en la economía y la vida cotidiana de zonas desde donde se trafica la droga por semisumergibles, lanchas y avionetas.
Más allá de los enfoques ideológicos y morales sobre las drogas, hay que tener claro que ceder espacios al crimen organizado es suicida. La competencia a sangre y fuego por el acceso a los grandes mercados, la necesidad de lavar el dinero sucio (facilitada por la dolarización), los costos para la salud pública a causa del microtráfico interno, son efectos indeseables para cualquier sociedad.
No solo el sistema de justicia y la fuerza pública se vuelven vulnerables sino que hay un alto costo económico. Quienes creen que contar con dinero sucio es bueno para la macroeconomía, soslayan la enorme carga de esta competencia desleal para los empresarios honestos. Incluso hay un costo económico -y no solo social- detrás del narco “bueno y exitoso” que encandila desde el mundo telenovelesco, pero que en realidad destruye la vida de quienes están a su merced.
Hay al menos una consideración más: el crimen organizado, por definición, se pone al margen de la ley y de la sociedad. Los periodistas son sus enemigos por antonomasia. Basta ver lo que sucede con colegas mexicanos, brasileños o colombianos año tras año. Muerte, secuestros, amedrentamiento, terminan por silenciar a medios y periodistas. No en vano se considera que el crimen organizado es uno de los enemigos públicos de la libertad de expresión por antonomasia.
La otra amenaza viene de gobiernos ansiosos por tener el monopolio de la verdad para no rendir cuentas ni ser sometidos a escrutinio público. Para un periodismo que, como el ecuatoriano, está a duras penas reponiéndose de una década de abusos desde el poder político, sería grave tener que enfrentarse ahora a la violencia del poder delictivo.
Tras años de indiferencia sobre el papel de los medios independientes, se está recuperando la conciencia de su importancia para la vida democrática. Pero este avance no servirá de nada si en el país ya se han dado o se están dando las condiciones para que este silencioso -y al mismo tiempo poderoso- enemigo de la democracia ponga las reglas.