“Palabra:/ que seas…/ Celdilla de abeja:/ encierra/ la vida…/ Sé espejo…/ O cuerno/ de caza:/ levanta/ los ciervos/ del alma…/ Exacta/ medida/ del mundo: Palabra”. Así invocaba a la palabra Jorge Carrera Andrade, uno de los grandes poetas hispanoamericanos del siglo XX. La palabra: alfa y omega del ser humano, violación del tiempo. “Eternidad, te busco en cada cosa:/ en la piedra quemada por los siglos/ en el árbol que muere y que renace,/ en el río que corre/ sin volver atrás nunca”. “Par de Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Octavio Paz o Nicolás Guillén…”, lo señaló Claude Couffon.
Palabras: nunca astros inanimados, luz peregrina. La proposición lírica de Carrera Andrade está inserta en su obra, no la antecede, tampoco está en sus afueras. Continente de soledades y sosiegos. Claridad y rotundidad. Vidas. Amores. Olvidos. Geografía del ser en la cautividad del mundo. Hueso, tierra y tiempo: la poesía de don Jorge. Así lo nombrábamos, su sobrino Marcelo y yo, cuando venía a visitar su ‘lugar de origen’, en el corazón de Quito, en su casa familiar. Don Jorge nos lucía otro volcán Pichincha, tal era su porte; en distinta visión, lo creíamos venido de otro planeta (por esos tiempos corrían inacabables rumores de visitas extraterrestres). Sus trajes –azules o grises, camisas blancas, mancuernillas centelleantes, zapatos de charol– nos deslumbraban. Levantábamos a verle y, turbados, hallábamos un rostro adusto, atareado en su vestir o hurgando en los centenares de libros que atiborraban su habitación.
“Poeta universal”, lo designaron en América y Europa. Nuestro irredimible complejo de inferioridad, la pauperización de nuestros sistemas educacionales y culturales, conducidos a extremos por los tecnócratas de la ‘revolución ciudadana’, son responsables de su olvido. ¿Cuántos ecuatorianos lo han leído?
Sus Microgramas: haikus rebosantes de savia andina. La iluminada mirada del poeta vivifica los seres y las cosas más nimias y, en acto de sortilegio, encelda sus esencias. “Nuez: sabiduría comprimida,/ diminuta tortuga vegetal,/ cerebro de duende”.
Infatigable caminante de él mismo y del mundo, su poesía fue irguiéndose como un árbol gigante. “La ciencia jovial del viejo Carrera Andrade”, escribió Iván Carvajal –poeta y ensayista de lo más encumbrado de su generación–; de su ‘ciencia jovial’ devienen sus enigmas y certezas: “Amor, no te esperaba tan tarde: Las bujías/ se extinguieron en lágrimas ardientes./ Solo un ascua relumbra en las cenizas,/ corazón en espera de la muerte”.
Pienso en la estatua de Kirchner, arquetipo del gansterismo político. ¿Reemplazarla por una de Don Jorge? Los poetas no necesitan monumentos, sí ser leídos. ¿Será posible un gobierno que disemine bibliotecas para que leamos más del medio libro por año y alejarnos de la abyección que parece condenarnos?