Cada vez y cuando en el país se conoce un fallo emitido en una jurisdicción internacional contrario a los intereses del estado ecuatoriano o a las pretensiones de sus ciudadanos, se levanta una ola de críticas que, en el fondo, cuestionan el hecho que esa clase de asuntos sean ventilados en cortes o tribunales foráneos, arguyendo que aceptar su competencia revela una cesión de soberanía inadmisible. Esa ha sido la posición tradicional y repetida hasta el cansancio por un sinnúmero de organizaciones políticas, sociales y de personas que hacen opinión, que se hallan muy cercanas a esa visión que buscan manejarlo todo bajo el ámbito de su influencia. Pero si ese es el objetivo de estos grupos, poco o nada se observa que realicen en el campo de la autocrítica.
Si se desea que las disputas que versan sobre asuntos que involucran de manera directa o indirecta a los ecuatorianos se resuelvan exclusivamente en las cortes de este país, hay que involucrarse en la tarea nacional de depurarlas e institucionalizarlas, para conseguir que las mismas se pronuncien haciendo abstracción de todo asunto ajeno a aquello que conste de los procesos. En otras palabras, que los jueces sean absolutamente independientes y que no respondan a nadie ni a nada que les pueda influir al momento de dictar sus fallos.
Pero, precisamente, en la década anterior se observó un interés inusitado del gobierno por influir en los temas que le corresponden dirimir a la justicia. Y si bien esa pretensión no fue exclusiva de la administración pasada, puesto que quienes le antecedieron también se mostraban ávidos por manejar los asuntos inherentes al mundo judicial, los últimos actuaron con verdadero descaro.
Los ejemplos abundan: la sentencia contra un diario nacional de decenas de hojas redactada en brevísimo tiempo, con la sospecha que se hallaba previamente lista, imponiéndole una multa millonaria; la afirmación “que se va a meter mano en la justicia”; las respuestas mediante autos y resoluciones judiciales a los pedidos de las sabatinas; las reformas legales con destinatarios plenamente identificados; la colocación en puestos claves de los órganos de la administración de justicia de personajes cercanos al poder de turno; la última revelación de un video en que se observa y escucha decir al asesor jurídico de la presidencia de ese entonces que “hay que cerrar las calles (…)así funcionan las cosas en el país”; la separación de sus cargos a jueces y funcionarios que no acataban ciertas directrices. Todo esto demuestra que era casi imposible hablar de una justicia independiente.
Pero poco o nada se combatió esta arremetida. El resultado, que la confianza en esta trascendental función estatal es muy precaria.
Si de forma verdadera se pretende cambiar esta penosa realidad, corresponde esforzarse a fondo y emprender una tarea que consiga con el tiempo restaurar la credibilidad que debe gozar una función tan importante. De esa manera quizá empiecen a brotar vestigios de un verdadero Estado de Derecho.