En 1900 José Enrique Rodó propuso una interpretación de Hispanoamérica según la cual estos pueblos obedecerían a una tradición marcada por “el imperio de la razón, el entusiasmo generoso, la espiritualidad de la cultura, la vivacidad de la inteligencia”. Impulso idealista personificado en Ariel, el símbolo del humanismo superior. Al contrario, y obedeciendo a una visión maniquea del mundo, Rodó halló en Calibán (el aborigen selvático del drama de Shakespeare) la imagen de la civilización anglosajona del Norte, guiada por los valores de lo práctico y lo útil, “símbolo de sensualidad, con el cincel perseverante de la vida”.
Hay quienes opinan que Rodó trastrocó los símbolos; que, más bien, es Calibán (esto es, el autóctono rebelde y liberado) y no el espiritual Ariel el emblema que mejor cuadra a Hispanoamérica. Si partimos de figuras claves de esta América mestiza y mulata, desde el inca Garcilaso de la Vega hasta Aimé Cesaire -el ideólogo de la negritud-, la alegoría que le correspondería sería la de Calibán. “¿Qué es nuestra historia, qué es nuestra cultura, sino la historia, sino la cultura de Calibán?”, apunta Fernández Retamar.
Al promediar el siglo XX, la pléyade de nuestros novelistas (Asturias, De la Cuadra, Carpentier, García Márquez) representó la vida y la historia de estos pueblos a través de esa concepción mítica del mundo, el realismo mágico. Según este “retrato”, estaríamos fatalmente atrapados en la circularidad de una historia que se repite. Esta visión antidialéctica está presente en la idea de que somos pueblos renuentes al cambio, desubicados frente a la modernidad y con un irrefrenable sentimiento de soledad. Los milagros tecnológicos son posibles en otra parte, aquí no. Más allá de la metáfora, Macondo llega a ser una pesadilla. Mientras más exóticos nos definamos no dejaremos de ser un paisaje turístico, un punto de paso.
Con ojos diferentes, la crítica germana ha desentrañado otras claves del realismo mágico. Lotar Müller ha visto ahí el “retorno de la figura del buen salvaje”, no el ingenuo “sauvage” de Rousseau sino el hombre del trópico que platica con la naturaleza, el “hombre de maíz” de Miguel Ángel Asturias. Es posible que en afirmaciones como las de Lotar resuene aún el viejo eurocentrismo de Kant, quien habló de “minoría de edad” e “inmadurez culpable” para denostar a pueblos como los nuestros, nutridos en tradiciones irreductibles al racionalismo ilustrado.
Las pesadillas no terminan: la modernidad extraviada con lo real mágico resurge ahora en la modernidad líquida y decadente del “real visceralismo” de Roberto Bolaño y el fracaso de las vanguardias. Los buenos salvajes de Macondo se han convertido en los “detectives salvajes” que extravían memoria y dignidad en los laberintos de soledad de las despersonalizas capitales latinoamericanas.