Ante la disyuntiva de si escribir sobre los recientes y muy movidos eventos en el un país o en el otro, he decidido escribir sobre ambos.
Comienzo con la extraordinaria declaración de la señora Gabriela Rivadeneira celebrando “la dignidad” que representa la reciente inconstitucional y fraudulenta “elección” de una nueva asamblea constituyente en Venezuela. La señora tiene, para decir lo menos, una interesante manera, que no comparto, de entender la dignidad. No es digno, pienso, so pretexto de defender una visión ideológica, someter a un pueblo al hambre, a la miseria, a la brutal represión de su derecho a la protesta, al encarcelamiento caprichoso de opositores políticos, al riesgo de morir, por falta de medicamentos, de cualquier enfermedad que en otro lugar del mundo puede ser curada con facilidad. Y no es digno insistir en atribuir las causas de tan descomunal desastre a la malicia, la ambición de poder, la mala fe o la prepotencia de “otros”.
No recuerdo ocasión en la que se me haya hecho más apropiada y más aplicable la famosa frase de Voltaire de que “estoy en total desacuerdo con lo que Usted dice, Señora, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo.” En eso sí pienso, modestia aparte, que radica, en parte, la dignidad: en no creernos dueños de la verdad y, en consecuencia, en aceptar que otros piensen lo que nosotros no pensamos. Se me planteó hace unos días que a Usted deberían azotarla por decir tal barbaridad. No concuerdo. Repito, defiendo su derecho, aunque temo que, si la represión llegase a instalarse entre nosotros, Usted no defendería el mío.
En coherencia con lo anterior, pienso también que la dignidad radica en aceptar que las personas cambien de criterio, conversen –“dialoguen” es la palabra que a Usted y a otros fastidia- con aquellos cuyas ideas difieren de las nuestras. El señor presidente Lenín Moreno al parecer ha cambiado algunos de sus antiguos criterios, dando una clara evidencia de dignidad. Muestra apertura amable, que tal vez conduzca a aquellos cambios, que muchos venimos pidiendo, que realmente eleven los niveles de confianza, y luego la afiancen. No está mal cambiar de criterio, reconocer errores, tomar sendas antes vistas como prohibidas. Al contrario, es altamente respetable si se lo hace porque la verdad – por ejemplo, que la mesa no quedó servida – se hace evidente, porque los indicios apuntan a que quienes creíamos inocentes no lo son, porque la sana reflexión lleva a reconocer, como Shakespeare hizo que reconozca Julio César, que “la culpa, querido Bruto, no es de las estrellas; es nuestra.”
Parece, tristemente, que la pesadilla en Venezuela no cambiará, salvo para hacerse peor, pero en el Ecuador, si entendemos bien lo que significa la dignidad, las cosas podrán cambiar para bien.