Desde la firma de la paz con el Perú (1998) hasta el inicio de la década correísta (2007), nuestra política exterior hizo un viraje táctico hacia la frontera norte. Advirtió con sagacidad que el Plan Colombia -a más de combatir el narcotráfico- intentaba arrinconar a las FARC en la franja bajo su dominio fáctico, colindante con el Ecuador. La idea era obligarnos a movilizar recursos defensivos para crear un “efecto pinza” contra los guerrilleros colombianos y su lucrativo negocio de producción y exportación de cocaína a Estados Unidos, primer consumidor mundial. Es posible que esta parte del Plan hubiese funcionado si nuestra frontera fuera un muro compacto -estilo Trump o Netanyahu-, capaz de represar todo flujo “indeseable” entre vecinos y más allá de ellos.
Pero nada más poroso que la frontera norte: cerca de 750 kilómetros selváticos perforados por cientos de pasos clandestinos donde pulula -como microbios sobre una plaqueta- una caterva de grupos narcoguerrilleros colombianos en reñida competencia. En 1999 Washington y Bogotá persuadieron al Ecuador para que permitiera instalar una base militar en Manta para monitorear el área “a distancia”, en vez de situarla en la zona colombiana donde operaban las FARC, y ahora los grupúsculos “disidentes”. A falta de control efectivo sobre su territorio -responsabilidad exclusiva de Colombia-, ese país realizó cientos de fumigaciones aéreas con glifosato a 10 kilómetros de la línea fronteriza, causando enormes daños ecológicos al Ecuador y a la salud de sus habitantes. Pese a tanto sacrificio para el Ecuador, no se ha reducido el negocio de la droga ni la delincuencia y, más bien, acabamos de padecer el secuestro y la muerte de compatriotas inocentes en manos de la sanguinaria narcoguerrilla colombiana.
El Plan Colombia fue beneficioso para los intereses estratégicos de Colombia. Le ayudó a promover el equívoco de que el país donde se origina la “enfermedad” y aquel que padece sus efectos tienen el mismo grado de responsabilidad. Bajo este concepto, pretende endosar “corresponsabilidad” vecinal al Ecuador frente a un problema que tiene carta de naturalización en Colombia.
¿Corresponsabilidad del Ecuador? Ninguna. ¿Cooperación? Sí. Como lo hemos hecho siempre, a un alto costo. La “responsabilidad” es de Colombia. Doble: frente a su narcoguerrilla y frente al Ecuador, que sufre las consecuencias.
En 2001 el gobierno del presidente Gustavo Noboa Bejarano, a través de su Canciller, sintetizó en lúcida metáfora la causa del problema y la solución: “Colombia debe extirpar la narcoguerrilla, cáncer originado en su territorio, para que no genere metástasis en el Ecuador”. La receta sigue siendo válida. Para ello, apremia “desideologizar” la política exterior, en función de los intereses permanentes del Estado.