Todos los filósofos de occidente –desde Platón hasta los pensadores de la Ilustración, en el siglo XVIII– tuvieron algo en común: el monismo. Creían que se podía encontrar respuestas definitivas a los problemas morales, sociales y políticos del ser humano.
Platón creyó que el camino hacia el conocimiento total estaba en las matemáticas; Aristóteles en la biología. Los cristianos y judíos decían que la verdad estaba en la Biblia y la Torá; Rousseau en el alma de los hombres que no habían sido contaminados por la civilización.
Todos diferirían en todo menos en el convencimiento de que había una serie de verdades absolutas que, una vez descubiertas, se convertirían en los principios y valores esenciales que nos permitirían vivir en armonía.
Eso cambió en el siglo XIX, con la irrupción del pensamiento romántico. Los principios no son verdades objetivas ni permanentes sino inventos del hombre, dijeron los románticos. Los valores no son encontrados sino hechos por la gente. Cada uno, a lo largo de su vida, construye sus propios códigos y verdades personales, aseguraron.
Fue, al decir de Isaiah Berlin, la más grande revolución filosófica. El mundo se puso al revés, porque se hizo una lectura estética de la moral. De aquella interpretación romántica hemos heredado el relativismo y el multiculturalismo.
El relativismo moral dice que el bien y mal no son principios inmutables sino, más bien, nociones que cambian con el tiempo, según las convenciones sociales del momento. El multiculturalismo asegura que cada cultura es única y no comparte rasgos con ninguna otra. Esta última idea –que pudiera pasar como una defensa de la diversidad– puede hacernos negar el hecho de que todos compartimos un sustrato humano común, al margen de nuestra raza, credo, género o fecha y lugar de nacimiento. Si no hay ese sustrato común, los multiculturalistas creen posible ‘refundar’ una sociedad y una cultura sin parangón en la historia porque, según ellos, lo humano se inventa cada vez que alguien lo desee.
El multiculturalismo y el relativismo moral infectaron las entrañas de la ‘revolución ciudadana’. Hablaron de soberanía pero nos entregaron a China, el imperio emergente. Asilaron a Assange, por supuesto adalid de la libertad, pero atacaron a medios y periodistas. Criticaron al capitalismo pero estimularon, como nunca antes, el consumo masivo. Glorificaron a la Pachamama pero explotaron el Yasuní. Ensalzaron a la democracia directa pero organizaron elecciones amañadas. Se vanagloriaron de sus “manos limpias” pero robaron compulsivamente.
Es la moral relativa del romanticismo: esa trampa filosófica en la que se escudó la ‘revolución ciudadana’ para justificar todos sus desmanes.