Teoría del fanatismo

No creo que se pueda atribuir a la religión islámica la responsabilidad de los ataques terroristas ocurridos esta semana en París. Hay 1,6 billones de musulmanes en el mundo y solo una minúscula –aunque terriblemente sangrienta– fracción ejerce la violencia en nombre de esa fe.

Tampoco creo que las religiones, en general, estimulen irremediablemente la intolerancia y, por ende, la violencia. Es cierto que hay abundantes ejemplos de atrocidades cometidas en nombre de un dios –el caso de G. W. Bush es el último de ellos– pero eso no signi­fica que los creyentes posean el monopolio
del crimen fanático. Están, por ejemplo, Stalin y Pol Pot, dos ateos prominentes que asesinaron en masa, ya no en nombre de una religión sino de una ideología.

Las religiones y las ideologías pueden, en determinado momento, ofrecer una narra­tiva para justificar la violencia pero no son su causa última. El origen del fanatismo violento –disculpen el pleonasmo– está en el miedo a la libertad.

En esta era secular, huérfana de certezas y erizada de dudas existenciales, se ha hecho más evidente el problema de ser libre. Cada vez más, los seres humanos hemos tenido que decidir por nosotros mismos el sentido que queremos dar a nuestras vidas; unas vidas que, por lo demás, nadie nos consultó si ­queríamos vivir.

La carga moral y psicológica que supone esa libertad puede resultar excesiva para muchos porque, por más rigurosos que seamos, siempre quedará un margen de duda sobre la justeza de nuestras acciones y nunca tendremos una ideal cabal sobre los riesgos que conllevan nuestras opciones personales.

Cuando ese “vacío metafísico” –como algunos lo llaman pomposamente– es demasiado grande y, por tanto, imposible de soportar, las personas se vuelcan con pasión hacia algún tipo de credo que les indique cómo vivir correctamente.

El converso apelará a la fuerza de sus sentimientos para experimentar –para sentir, literalmente hablando– la dosis de convicción que su intelecto nunca le pudo dar.

Esa sensación de convicción podrá hallarla con más facilidad en las pasiones negativas –como la ira y el resentimiento– no solo porque son intensas y duraderas sino también porque insuflan al converso de energía suficiente para ponerse en acción.

Ese deseo, en apariencia noble y generoso, de actuar y hacer grandes esfuerzos o sacrificios es el que finalmente termina por seducir al converso hasta convertirlo en un fanático.

Es que por fin ha dejado atrás la duda o la excesiva cautela. Ahora se siente capaz de cualquier cosa, porque tiene una pasión a la cual remitirse en caso de que se le ocurra flaquear. El problema es que para alimentar esa pasión que lo mantiene vivo, el fanático deberá tomar acciones cada vez más peligrosas y violentas.

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