Recientemente se difundió en diversos medios de comunicación del cono sur de América Latina una encuesta que daba cuenta de los niveles de aprobación y/o desaprobación del ex presidente uruguayo, José ‘Pepe’ Mujica.
Sorpresivamente, al menos para una buena parte del periodismo y no pocos analistas políticos, los altos niveles de aprobación que había concitado la figura del carismático líder de la nación sudamericana se desmoronaron.
estrepitosamente: la simpatía bajó desde 66% al final de su mandato al actual 42%, mientras que la antipatía aumentó de 15% al 44%.
Los presidentes latinoamericanos, tanto por el peso de la tradición como por los propios diseños institucionales, ocupan el centro de la escena política. Si bien ello tiene importantes riesgos, es innegable que también otorga visibilidad y amplio margen de acción, cualidades por demás codiciadas en el difícil camino de construir la imagen política.
Sin embargo, es precisamente esa visibilidad durante el ejercicio del poder la que puede a veces ser contraproducente, no sólo porque está sobrada y empíricamente demostrado que la opinión pública es fluctuante, sino también porque las sociedades juzgan los actos públicos.
¿Qué es lo que lleva a que un Presidente en ejercicio tenga mayor aprobación que cuando vuelve al llano? El caso del actual senador uruguayo, que dejó la presidencia en 2015, resulta interesante para reflexionar acerca de las contingencias que inciden en la percepción sobre la figura presidencial.
Como primera hipótesis, se podría aventurar una explicación regional, vinculada al retroceso de la oleada de gobiernos que buscaron con mayor o menor éxito expresar demandas en detrimento de la emergencia de otras configuraciones ideológicas.
Otras explicaciones apuntan a la cuestión de la masividad que da el cargo de Presidente, una invalorable plataforma de acción y gestión, y al presunto carácter inexorable de la pérdida de simpatías tras abandonar el poder.
La explicación más obvia, sin embargo, tiene que ver con la dificultad de mantener una buena imagen cuando no se cuenta con la visibilidad y los recursos, materiales y simbólicos, vinculados al ejercicio activo del poder.
En el caso puntual de Rafael Correa, todo dependerá del rol que el saliente presidente asuma, en función del espacio que le dé a Lenín Moreno para construir una identidad propia de gobierno. Para ello, tendrá que tomar distancia del poder, amén de cómo repercuta ello en su figura. Moreno deberá afirmar un estilo de gobierno, diferente al que ejerció Correa, porque las circunstancias y la sociedad así lo exigieron.
Nunca debería perderse de vista que, más allá de las lógicas fluctuaciones en la opinión pública, ningún líder podrá jamás escapar al contundente y casi siempre inapelable juicio de la historia.