Ha empezado ya el ajetreo previo a la inscripción de candidaturas y se oye hablar de muchos movimientos y de escasos partidos. ¿Cuál es la diferencia entre unos y otros?
Los partidos eran (¿son todavía?) agrupaciones que se organizaban en torno a un programa cuyo fundamento estaba en una declaración de principios. En última instancia, tales principios apelaban a una determinada filosofía, en cuyo contexto se forjaba una concepción del Estado, del derecho, de la sociedad y del individuo, en sus mutuas articulaciones. Hubo casos en que los afiliados a un partido se sometieron a muy penosos sacrificios e incluso a la muerte por defender sus principios. Bastaría recordar, entre nosotros, las batallas de la Revolución Liberal y los muertos que dejaron en ambos lados de la contienda. Los movimientos son también agrupaciones, pero su organización gira en torno a un personaje que logra o pretende convertirse en la “encarnación” de ciertas demandas nacidas en algún segmento de la sociedad. Junto al líder suele formarse una corte cuya cohesión no depende de un programa y mucho menos de un conjunto de principios, sino de un conjunto de intereses.
El escenario de los partidos era la plaza pública y su lenguaje era político; el de los movimientos suelen ser las cortes de justicia y su lenguaje es de naturaleza “técnica” (o que pretende serlo), y sobre todo “moral” (en el peor sentido del término). En el primer caso, la diferencia entre los partidos consistía en su visión del estado, la sociedad y el individuo, pero todos, por diferentes que fueran sus ideas, gozaban de legitimidad y se respetaban mutuamente a pesar de combatirse sin tregua. En el segundo, cada movimiento pretende ser el dueño de la única solución técnicamente aceptable para los problemas que originan las demandas sociales.
Antes, el triunfo de un partido en la lid electoral implicaba la oposición de los partidos adversos, pero tal oposición era legítima y daba lugar a debates que no por apasionados eran menos consistentes; ahora, el triunfo de un movimiento significa la inmediata negación de los adversarios. Si estos últimos aceptan la solución “técnica” del movimiento triunfante, se unen a él bajo el paraguas del “consenso”; si insisten en su propia solución, pasan a convertirse en enemigos de la “racionalidad técnica” y engrosan el ejército del Mal.
En fin, la existencia de partidos garantizaba una real posibilidad de democracia; el predominio de los movimientos pone a la sociedad en riesgo de caer bajo una dictadura.
La aparente tendencia actual a preferir los movimientos, en desmedro de los partidos, quizá sea otra de las manifestaciones de la descomposición social en que vivimos: en lugar de comprometernos con lo que creemos justo y verdadero, nos adherimos a lo simplemente aprovechable. O reemplazamos las religiones en crisis con la religión de los pequeños dioses cuya eternidad puede durar diez años.