Martín Heidegger, el filósofo que acaso ejerció la mayor influencia intelectual en el siglo XX puesto que todas las corrientes del pensamiento contemporáneo se abrevaron en su obra, fue también un hombre de fina sensibilidad estética que se manifestó en muchos de sus temas y en el interior mismo de su hermético lenguaje, salpicado de expresiones que, como breves chispazos de poesía, parecen iluminar la densidad de sus textos. En algún lugar (esta no es la ocasión para introducir referencias de academia) dice que el ser humano es el proyecto de sí mismo, y lo define como “un ser de lejanías”: un ser que, al mirarse a sí mismo, siempre vislumbra su propia proyección en el futuro. La vida humana es, por esa causa, una suerte de marcha permanente del sujeto que se busca en el futuro como la realización de su proyecto.
Pero bien sabemos que todo proyecto puede realizarse o malograrse: ninguno está nunca asegurado. Por eso vivir es, como decía Camus, vivir peligrosamente; vivir en riesgo permanente, batallando contra nosotros mismos y con las contingencias que no podemos controlar. La realización del proyecto, el encuentro de cada uno con la imagen de sí mismo en la lejanía, es lo que llamamos el éxito. Un éxito, sin embargo, puede ser auténtico o falso, real encuentro de lo humano con lo humano, o resbalón de lo humano con una imagen tramposa de sí mismo.
La tragedia del mundo contemporáneo es precisamente esa: ha disfrazado lo inhumano bajo las engañosas formas que el mercado ofrece como si fuesen la encarnación de la felicidad. La mayor parte de nuestros contemporáneos ha caído en la trampa: han confundido el ser con el tener y cifran el éxito en acumular posesiones, cosas con las que van atiborrando su vida, en la creencia de que es más feliz quien más posee. La riqueza se convierte así en el objetivo supremo de la vida. No se busca el perfeccionamiento, la realización de la propia humanidad. No: es la acumulación de cosas que al final se quedan en este opaco mundo para servir de motivo de discordia a los sobrevivientes, mientras el sujeto que creyó ser feliz al poseerlas viaja por extraños parajes donde las cosas no cuentan.
No se trata, por supuesto, de hacer la apología del ascetismo y la pobreza: se trata de entender que es mejor viajar por la vida con un equipaje ligero que nos proporcione debidamente lo necesario y nos libere del estorbo de lo inútil, de lo superfluo, de aquello que pudiera servir a otros para satisfacer lo necesario. El éxito no es, por tanto, alcanzar la riqueza, sino el mejoramiento personal, el enriquecimiento intelectual y moral.
Se trata también de la libertad, que aumenta en la medida en que se reduce nuestra dependencia de las cosas. Si esta verdad tan sencilla se hubiese asimilado a fondo entre nosotros, no estaríamos hablando hoy mismo hasta el hartazgo de tanta corrupción que nos rodea: esa sed de tener, no de ser; esa ambición de acumular, sin importar los medios empleados para lograrlo.