En su introducción a la excelente “Historia de los Intelectuales en América Latina” (Buenos Aires, Katz, 2008), Carlos Altamirano escribe que las élites culturales ocupan un lugar de singular importancia en la historia de nuestro continente: “Según las circunstancias –dice–, juristas y escritores pusieron sus conocimientos y sus competencias literarias al servicio de los combates políticos, tanto en las polémicas como en el curso de las guerras, a la hora de redactar proclamas o de concebir constituciones, actuar de consejeros de quienes ejercían el poder político o ejercerlo en persona…” Nombres como los de Espejo, Bello, Sarmiento, Rocafuerte, Montalvo, González Prada, Martí, Rodó, Zaldumbide, Carrión, Aguirre o Cueva, ratifican, entre muchos otros, la plena validez de estos juicios.
En nuestros tiempos, sin embargo, parecería que las nuevas tecnologías se han situado en el corazón de la política y han llegado a veces a reemplazar a las ideas: en lugar del letrado de otros tiempos, el personaje que representa el saber es el experto, generalmente un ingeniero, y hay la creencia de que en sus manos se encuentra la clave para resolver milagrosamente todos los problemas. La consecuencia es una política sin ideas ni valores: el pragmatismo propio de nuestros tiempos de capitalismo decadente ha reemplazado la búsqueda de la verdad por la persecución de la eficacia, y ha decidido relegar la ética a los desvanes del olvido, bajo el falaz criterio de que es posible resolver problemas prescindiendo de toda ideología. La prueba es que, en lo que particularmente nos concierne a los ecuatorianos, las declaraciones de principios o idearios de los partidos exhiben una cansina repetición de las mismas frases que han acabado por perder todo sentido: huero relleno destinado a cumplir formalmente los requisitos legales, bajo sus disfraces “progresistas” no logran ocultar la verdadera motivación de su existencia.
Es indudable que este fenómeno es uno de los más severos síntomas del agotamiento de la política que estamos viviendo, y a él contribuye la tendencia a eclipsarse que se advierte en muchos intelectuales, para quienes se encuentran aún vigentes las durísimas palabras con que Merleau-Ponty sintetizó hace más de medio siglo la situación de los intelectuales franceses, “atrapados en la elección entre la prostitución y la soledad”.
Semejante cuidado en preservar la supuesta pureza de los quehaceres intelectuales se perfila, por lo tanto, como una culpable contribución a la vigencia de esa misma degeneración política de la que se pretende huir.
Precisamente por eso es saludable que haya todavía intelectuales que no rehúsan el ejercicio de altas funciones públicas, y que lo hagan precisamente por ser intelectuales. Pero aun más saludable es que otros intelectuales continúen ejerciendo la crítica del poder, no siempre desde el punto de vista de las coyunturas, pero calando muy hondo en los fundamentos de la vida social.