Cuando se escriba una completa historia del pensamiento ecuatoriano (tarea que aún está por hacerse, pese a los enormes avances logrados por el trabajo de Arturo Andrés Roig, Carlos Paladines y otros importantes intelectuales), la figura del Arzobispo González Suárez habrá de ser destacada bajo distintos puntos de vista: no solo fue un prelado que dejó un importantísimo legado en sus cartas pastorales y otros escritos, sino también como un baluarte de las auténticas libertades, cuya defensa abanderó frente a lo que él consideró como atropellos por parte de los regímenes liberales. Además, como es tan sabido, su obra de investigación histórica es monumental, y debe ser considerada como el punto de partida de la historiografía contemporánea en el Ecuador. Lo que menos se ha recordado de él, sin embargo, es su contribución al pensamiento estético y a la crítica literaria.
En este último apartado, cabe destacar sus eruditos y fundamentados estudios sobre Dante, Milton, Virgilio, Chateaubriand, Lacordaire, Fr. Luis de León, Lamennais, Montalambert y Balmes; en el anterior, su inolvidable Hermosura de la Naturaleza y Sentimiento Estético de ella –obra en cuyas páginas palpita un amor sin medida a la tierra natal, y una penetración aguda en los temas fundamentales de la estética, concebidos en el contexto de un romanticismo innegable. Todavía recuerdo que en mis primeros años escolares, mi libro de lectura traía un trozo arrancado de ese libro: “Nuestro quinde, el picaflor, diminuto de cuerpo, de plumaje que fascina por lo vivo y lo brillante de sus colores..” Y me pregunto: ¿todavía leen esto los escolares ecuatorianos? Yo lo leí a los ocho años y aún recuerdo la emoción que esas palabras me causaban, la alegría que me daban cuando se reproducían en mi memoria cada vez que encontraba un colibrí.
Hombre de su tiempo, González Suárez no podía sustraerse al espíritu que en el siglo XIX dominó todos los quehaceres de la inteligencia. La filosofía romántica, con su reivindicación de la naturaleza, de los atributos no racionales del ser humano, de la sensibilidad y la libertad, plasmó toda la obra del ilustre prelado y exhibió sus mejores frutos en los textos citados; pero aun su obra histórica y su doctrina religiosa están impregnados de ese mismo espíritu. Lo prueba su concepción de la historia como una lección moral y su atinada dirección de la Iglesia bajo el criterio de libertad. Una libertad que solo en parte podía coincidir con la que proclamaba el régimen alfarista, pero no por ello de menor amplitud.
En los feos tiempos que vivimos, viendo a la república carcomida por voracidades sin nombre y atravesada por fanatismos anacrónicos, temo que los homenajes que se hagan mañana al ilustre Arzobispo no pasen de las formalidades: la médula vital de la cultura serán un suspiro en medio de la solemnidad, pero algún día González Suárez volverá a vivir en el alma de los niños que lean la descripción de los paisajes insuperables de nuestra tierra.