Ayer tuve una experiencia extraña. Conversaba con otra persona sobre la situación del país mientras caminaba por el boulevard Naciones Unidas, y al llegar a la esquina de la avenida de los Shyris sentí que todo estaba inmóvil y callado. Pero no es que no había movimiento ni que hubieran dejado de sonar los numerosos pregones de los mercachifles y las bocinas de los autos: aquella es una esquina muy concurrida y había mucha gente que cruzaba la avenida, pero era como si ese movimiento no hubiera sido un movimiento. O mejor: era como si las personas y los autos se movieran y sonaran sin moverse ni sonar porque aquel movimiento solo era una apariencia. Al mirar con atención, se desvanecía la apariencia y se veía lo real: una esquina inmóvil.
Toda explicación es inútil porque no se puede explicar lo inexplicable. Solo puedo agregar que esa sensación terminó después de dos o cinco segundos, pero al terminar entendí repentinamente lo que le está pasando al Ecuador: se ha convertido en un país inmóvil. Un país donde las cosas que suceden no suceden realmente, y las palabras que se dicen no se dicen. Paralizado, mirándose a sí mismo, pero sin mirarse de verdad, es un país frente a un espejo negro.
Nunca antes había llegado el Ecuador a una situación semejante, ni siquiera cuando la crisis de 1859 le dio cuatro gobiernos simultáneos. Aquel Ecuador descuartizado fue el escenario en que apareció García Moreno: sin vacilar recurrió a Flores, su antiguo enemigo, marchó sobre Guayaquil, derrotó al traidor Franco, y reunificó a la República.
Ahora es peor. Hay un solo gobierno y parece de buenas intenciones, pero ya la santa de Ávila nos enseñó que el camino del infierno está empedrado con buenas intenciones. Ellas no bastan para lidiar al mismo tiempo con las amenazas del narcotráfico, la deuda externa, la pesadez de una burocracia, la desarticulación de la institucionalidad, la corrupción galopante que no ha sido liquidada, la marea migratoria, la fragilidad de las Fuerzas Armadas casi desmanteladas, la conservación de amigos externos muy dudosos, la Unasur desbaratada, los descontentos populares, la remolona marcha de la Asamblea y la flaccidez de una sociedad que aún no se repone de las divisiones profundas que le dejó como herencia el decenio perdido. El Ecuador no se mueve, aunque parece moverse, y en él las voces suenan como si no sonaran.
¿Podremos salir de esta situación? No, si continuamos inmóviles; sí con el concurso de otros ciudadanos libres de sospecha y de probada competencia. Cuando esta nota aparezca, se habrá cumplido un plazo imprudente que puede ser convertido en una oportunidad. No se la debería desaprovechar. Saber tomar las decisiones apropiadas en el momento adecuado es la sabiduría del estadista. Se trata, por lo tanto, de pasar de las intenciones a los actos: hay que saber distinguir entre la importancia de las fidelidades de partido y la fidelidad al Ecuador. Ni más ni menos.