Borges decía que la historia del pensamiento occidental no es más que una serie de episodios de la perenne lucha de Aristóteles contra Platón. Parodiando al gran maestro argentino, bien se podría decir que la historia del pensamiento político en el siglo XX es una sucesión de episodios que jalonan la lucha de Karl Marx contra Adam Smith. Optar por este último es adherir al pensamiento liberal, en cualquiera de sus versiones, incluyendo aquellas que, para ocultar su carácter dieciochesco, eligieron el prefijo “neo” y se presentaron como la panacea de nuestro tiempo (la experiencia nos demuestra que devastaron las economías nacionales). Optar por el primero es suscribir el socialismo, en cualquiera de sus advocaciones, lo cual conlleva la obligación de cargar con el peso de su fracaso rotundo.
Hace poco se nos habló también de un “socialismo del siglo XXI”, pero nunca se nos dio una explicación cabal de su contenido. Cada vez que se la pidió, la respuesta fue una vaga mescolanza de Martha Harnecker con Juan XXIII, a veces matizada con Alfaro, Keynes y el Che Guevara. Nuevamente, la experiencia fue un fracaso, pero se le designó, curiosamente, como “la década ganada”. (¿Ganada por quién? La respuesta a esta pregunta es lo que el señor Fiscal está tratando de encontrar).
Ahora bien: tanto el liberalismo como el socialismo son productos del pensamiento moderno: cualquier decisión de recalar en ellos significa volver a plantear el problema político en términos modernos, que no nos ofrecen otra alternativa: o Smith o Marx. Pero los tiempos modernos ya pasaron: el Capital, que es el verdadero protagonista de la historia moderna, no necesita ya de esos mecanismos de acumulación que fueron los estados nacionales –o sea, sus protagonistas vicarios. Tales estados han muerto, y su muerte se manifiesta con los mismos signos de los cuerpos orgánicos que mueren: con la fetidez de la corrupción de la materia inerte. No obstante, esos mismos estados subsisten como el decorado teatral para la actuación de los verdaderos protagonistas del presente: las transnacionales, los organismos internacionales, las uniones supraestatales, cuya tarea consiste en el funcionamiento pacífico de los monopolios, que solo puede lograrse a expensas de la naturaleza.
¿Tiene sentido, entonces, insistir en un pensamiento que presupone la existencia de una realidad que hoy solo tiene, como el padre de Hamlet, una existencia fantasmal? Recordemos que no es la realidad la que obedece al pensamiento, sino al revés: cualquier doctrina política que verdaderamente se proponga entender la realidad y proyectarse hacia el futuro, debe superar el dilema entre Smith y Marx. Superarlos no significa negarlos, sino asumirlos conjuntamente en sentido positivo para ir más allá que ellos, pero sin desperdiciar lo que ellos avanzaron. Es, por lo tanto, una tarea que no podrá cumplirse en ninguna tarima ni concentración masiva, sino en la quietud de los gabinetes de estudio.