En la década de los setenta, la Escuela de Teatro que pertenece a la Facultad de Artes de la Universidad Central editó una revista que llevaba como título el que aparece al frente de estas líneas.
Con ese título aludía a la conocida expresión de nuestro lenguaje familiar que nos sirve para expresar la ínfima importancia que solemos dar a ciertas personas o cosas, e incluso a tareas que desde otros puntos de vista pueden ser muy significativas. De este modo, los profesionales y aprendices del arte teatral no hacían más que expresar una realidad que no por ser conocida es menos grave: la situación penosa que atravesaban y siguen atravesando en nuestro medio las artes escénicas.
Se me ocurre pensar que la misma expresión podría ser usada ahora para hablar, ya no del teatro solamente, sino de la cultura en su conjunto. Me consta el empeño del ministro Borja por sacar a su Ministerio del empantanamiento en que le dejó su predecesor.
No obstante, no creo equivocarme si expreso la sensación de que la cultura no acaba de lograr que el país en su totalidad, es decir, no solo el Gobierno sino también la empresa privada, los trabajadores, los estudiantes, los maestros e incluso la prensa (o sea, todos) reconozcan su importancia.
Y sin embargo, si de verdad queremos cambiar el país y no quedarnos en las reformas exteriores que dejen sin tocar lo más profundo, tenemos que admitir que la cultura debe ser la punta de lanza de la política. Bien dice Marcelo Gullo (“La subordinación fundante”, 2008) que para lograr el “umbral de poder” que nos permita salir de la sumisión a las potencias, no solo necesitamos nuevas políticas económicas ni estrategias militares, sino ante todo un gran impulso del Estado a la cultura.
Esto ni significa, según el politólogo argentino, que haga falta crear una cultura oficial, porque ella solo engendra conciencias obedientes y sirve al mantenimiento de la sumisión. Significa, por el contrario, el estímulo y la creación de condiciones adecuadas para el desarrollo de una cultura crítica, puesto que solo ella es capaz de crear y fortalecer la conciencia ciudadana y la voluntad de independencia.
El ejemplo de las grandes naciones cuyo poder ha dominado la historia mundial durante los tres últimos siglos es, en este sentido, incontrastable: ni Francia, ni Inglaterra, ni los Estados Unidos, como después Alemania, Italia o la España posfranquista, han podido tolerar una cultura sometida a las veleidades de los poderes transitorios: sus respectivas culturas, en cambio, han sido ejemplares en el desarrollo de la crítica, que a veces ha alcanzado ribetes agresivos.
Alguna vez Sartre fue apresado bajo la acusación de haber alterado el orden público en alguna de sus célebres manifestaciones callejeras. Tan pronto como De Gaulle lo supo, ordenó su inmediata libertad con estas lapidarias palabras:
“Francia no puede apresar a Voltaire”. Palabras que son un reconocimiento a la importancia de Sartre como intelectual, pero también dan la medida del estadista que fue De Gaulle.