El ejercicio de la libertad de expresión puede tomar formas extrañas, incluso desagradables a la mirada de muchas personas. Los pornógrafos la defienden ardorosamente como un arte protegido, en tanto que una parte importante del movimiento de mujeres considera a la pornografía como un inaceptable uso del cuerpo de las mujeres como objeto. En los museos municipales en Guayaquil, se ha ejercido censura por parte de quienes defienden las libertades en otros contextos, por considerar que ciertas obras “rompen con la moral” o por ser críticas con la administración municipal como pasó con la exposición el “Derecho y el revés”. En Quito se censuró, hace algunos años ya, la exposición “Divas de la Tecnocumbia” de Miguel Alvear, por considerarla de mal gusto y hace poco tiempo, en Cuenca se retiraron algunos trabajos de la exposición “Huarmicaturas por la libertad”, de Wilma Vargas, por consideralas “detractivas contra el gobierno”.
Se limita la libertad de expresión restringiendo o castigando ciertas formas de protesta, en nombre de un flexible concepto de orden público. En la historia es conocido, por ejemplo, cómo en los Estados Unidos se impidió –en los sesentas- las movilizaciones contra la discriminación porque se violaba el orden público. En nuestro país, en más de una ocasión, se ha reprimido y sancionado a grupos de indígenas o estudiantes por expresar su protesta en las calles. A la organización Pachamama se la cerró acusando a sus miembros de usar la violencia en su protesta contra la explotación petrolera en el Yasuní.
Un doble rasero indignante: juicios y condenas a periodistas por escribir un libro de investigación como el “Gran Hermano”; multas con valores históricos, sanciones de privación a la libertad por columnas de opinión, personas encarceladas por un tuit o por aplaudir; castigos económicos por expresiones de humor en programas de televisión y de radio, por caricaturas, por noticias que relataban hechos que no favorecían al poder, como también sería largo enumerar las ocasiones en que la Supercom ha mirado a otro lado cuando las expresiones ofensivas, mentirosas o violentas vienen de personas cercanas al régimen o se dan en las sabatinas, en las “piezas comunicacionales” de la SECOM o en los medios oficiales.
Lanzar latas de atún con gritos destemplados a la sede de un partido político o una sucursal bancaria puede entenderse, aunque sea un hecho desagradable, burdo y algo violento, como una forma de ejercicio de la libertad de expresión; tema aparte es la responsabilidad política por el uso de unos tuits ofensivos a los manabitas o de un audio trucado para fomentar el odio o la necesidad de establecer quiénes son los responsables del uso de recursos provenientes de la cooperación internacional.
Lo del doble discurso es otra cosa, pese a la indignación que causa, esto seguirá mientras estén en el poder. En esta campaña los candidatos deberían ser coherentes entre el discurso y su práctica política, es una cuestión de honestidad intelectual.