El Ecuador se construyó a partir de las diferencias y exclusiones. Desde la Colonia, españoles, hijos de españoles, cholos, indios, luego negros, vivían bajo reglas diferentes, bajo la lógica de los privilegios. La República se fundó sobre la distinción, en la Constitución de 1830 se establecía que los ecuatorianos son iguales ante la ley y se exigía, para el goce de los derechos de ciudadanía, ser casado o mayor de veintidós años, tener una propiedad o ejercer alguna profesión, o industria útil, sin sujeción a otro, como sirviente doméstico, o jornalero, saber leer y escribir. Somos una sociedad que se edificó sobre la base del “a mí no, el “sólo por esta vez”, donde la excepción parece principio. Cada regla parece venir acompañada de un implícito: “depende” de quién es la persona, de sus relaciones, sus recursos.
No sé a usted, pero a mí me abruma tanta gente saltándose todas las reglas posibles y ver que no sienten vergüenza, al señalarles reaccionan airadas, se enojan, insultan.
Una primera explicación puede encontrarse en una educación escolar y familiar que perdió de vista la necesidad de trasmitir el mensaje de que los derechos vienen acompañados de obligaciones de convivencia. Unos maestros viven en la impunidad, usan su poder para castigar estudiantes, confundiendo miedo y maltrato con disciplina. Del otro lado, los que están fuera de las argollas de poder, son profesores temerosos de la reacción de los padres, de sus superiores, se sienten sin apoyo y asumen que es mejor “dejar pasar”.
La segunda respuesta podría encontrarse en una práctica social y política que parte de que cualquier cargo, función o poder público (o privado) es fuente de privilegios, de intercambio de favores para beneficio personal. Súmele una institucionalidad sospechosa de no actuar con independencia, de favorecer intereses particulares, de componerse por personeros elegidos por sus relaciones y no por sus capacidades.
Sólo miren cómo se multiplican los funcionarios designados por el Consejo de Participación cesado que dicen “a mí no me pueden remover”, colocándose por encima del mandato popular. Parece que todo puede relativizarse, se justifica todo como una expresión del cansancio por los abusos estatales, pero muchos casos son la manifestación del irrespeto a cualquier intento de aplicación de las reglas, algo que se alimenta de tres ideas que parecen imposible de separarse: sentirse por encima de las reglas, que las reglas son muchas y absurdas, y que todas las autoridades son corruptas o incompetentes. Todo esto termina siendo usado para justificar ponerse al margen de una norma.
Es la sociedad de los “compadritos lindos”, de la argolla, nos acercamos peligrosamente al uso de la violencia como máxima expresión del “todo vale”. Recobremos el sentido común, asumamos como sociedad que debemos trabajar para establecer unos mínimos de convivencia en donde se premie el esfuerzo, la honestidad, el trabajo y castiguemos la trampa, la viveza, el abuso.