La vida sin argumento

El ritmo del país y del mundo nos está haciendo extremadamente coyunturales. La agenda de cada día es la agenda de la vida. El horizonte se agota, en el mejor de los casos, en la semana. Más allá no hay nada que permita ver entre la niebla de la incertidumbre. Vivimos al ritmo de los acontecimientos, al paso que marcan las urgencias por cerrar el mes y concluir las tareas inmediatas.

Eso tiene una ventaja: vivimos con tanta extraña intensidad, que cada día parece el último. Pero tiene graves desventajas: no hay futuro, porque la coyuntura barre con él. Y no hay espacio para el pasado ni el recuerdo: no hay tiempo y todo se va al sótano de la vida. Y sin pasado no hay historia ni personal ni colectiva. No hay prudencia, por eso tropezamos diez veces en la misma piedra.

La superficialidad es, probablemente, el peor producto de la carrera por ir hacia ninguna parte, de la fatiga sin sentido y de la competencia sin piedad. La superficialidad y el triunfo de las apariencias marcan “el ascenso de la insignificancia”. La mediocridad es la reina; lo que no calza en sus cómodos moldes es aburrido, denso. El problema, sin embargo, es que la vida sin densidad, sin pesos específicos, es, finalmente, una comedia llena de eventos divertidos, de disparates anecdóticos y nada más. El estilo de vivir al día, de pasarse de agache por las profundidades, es asunto grave en el mínimo espacio de cada persona y es tema aún más dramático cuando semejante ruta eligen los países, porque la coyuntura tiraniza a los gobiernos, y entonces la vida pública es un espectáculo de bomberos apagando incendios, policías persiguiendo manifestantes, anuncios estrepitosos y noticias que llegan, pasan y se olvidan. ¿Queda alguna experiencia, o queda el difuso recuerdo de los torbellinos de hechos que agobian a quienes miran noticieros?

En el Ecuador hay, al menos, dos hechos espectaculares cada semana, dos ‘noticiones’ que conmueven momentáneamente y pasan sin pena ni gloria. El nuevo escándalo desplaza al anterior y entierra al más viejo. Y, finalmente, la gente no recuerda casi nada y todo empieza a parecer remoto, confuso, sin un hilo argumental que permita entender y explicar lo que ocurre más allá de la primaria emotividad. Y más allá de la propaganda. La respuesta final es el cansancio, la indiferencia, la filosofía del “así mismo es”, es decir, el cinismo, porque hay que sacar ventaja de la coyuntura, arrimarse al que corresponde, festejar estruendosamente a quien conviene, hacerse ver por quien puede hacer daño. El hecho es que hay que sortear la coyuntura, sobrevivir a la circunstancia, llegar al final del mes juntando los centavos para pagar la tarjeta o completar para el arriendo. Eso hace el hombre de clase media, hace el pobre y el país.

Es la vida sin argumento.

fcorral@elcomercio.org

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