El populismo, sus mentiras y estilos, las reacciones que suscita, los éxitos electorales que logra, más que simples estrategias de carácter político, son una forma de ser en que las actitudes del caudillo corresponden a la conducta de los electores. El populismo es una especie de “anticultura” que se sustenta en la sonoridad del discurso y en la chabacanería de los estilos, y que nace del “encanto” de dirigentes que logran la adhesión sentimental del pueblo.
El populismo no se agota en el carisma de un personaje, más o menos maquillado por el marketing. La otra cara de la medalla, su complemento necesario, radica en la índole de sus partidarios, en la tendencia de masas proclives a la falsificación de la esperanza, al desquite de las frustraciones, al cálculo para lograr en el corto plazo mínimas y precarias ventajas que, con frecuencia, se concretan en la dádiva de una camiseta, en el obsequio de una gorra, en el beso de compromiso que reparte el redentor entre el lodo de los suburbios o la frialdad de los páramos. El “pueblo” no tiene tiempo para esperar: las urgencias le acosan, las ilusiones le marean y el facilismo obra como consejero final al momento de votar.
Además, el discurso populista explota los resentimientos, aguza las frustraciones y las reivindicaciones toman forma de un ajuste de cuentas, de “ahora mando yo”, con el timón en manos del caudillo y su camarilla. Pero como el populista necesita mantener las expectativas del pueblo, hace de su gobierno un constante discurso, una incansable apelación sentimental.
La lógica de los populistas se basa en la promesa de salvar al desvalido, en la distribución pronta de los fondos públicos y de los recursos privados que se arrancará a los perversos. Y se sustenta en el combate a los “malos”, que adquieren las formas más insólitas y ridículas. El discurso necesita un enemigo y, si es preciso, se lo inventa. El populista aparece como un cruzado que emprende la guerra santa, por eso apela a los resortes de la mística que el pueblo guarda en el inconsciente. Sus “doctrinas” se convierten una especie de “religión” político electoral, que rodea de santidad al líder y de maldad a los demás. Los discursos de nuestros criollos caudillos son la demostración de cómo los sustratos religiosos se transforman en agentes activos de la militancia electoral. No en vano los populistas tratan de parecerse a los santos: iconos ante los cuales se encienden las velas de la pasión irracional.
Muchos daños ha causado el populismo. El principal: transformar el engaño en sistema que conduce a la frustración de sociedades que, quién sabe por qué secreta explicación, se convierten en cómplices de una forma de ser política que acentúa la pobreza, potencia la irracionalidad, destruye al economía y pervierte la democracia.