El fanatismo religioso y el terrorismo que reivindica sus “valores” están metidos en el corazón de Europa, en el corazón de Francia, país insignia del liberalismo y del laicismo como actitud social y propuesta política.
Trágica paradoja, porque los grupos islámicos, y toda suerte de culturas y de minorías, se radicaron en su territorio precisamente en uso de la tolerancia que, salvo excepciones, es la regla de los europeos. Esa tolerancia permitió a los emigrantes vivir y crecer sin incorporarse, prosperar desde los guetos, practicar su religión, hablar en su idioma.
Las sociedades abiertas, fundadas en la libertad de conciencia y en el respeto al individuo y a sus creencias, enfrentan ahora un doble peligro: son víctimas de los fundamentalismos de grupos radicales que han germinado en su seno, y enfrentan, al mismo tiempo, el creciente nacionalismo que reclama la exclusión de los “distintos”.
Europa está atrapada en una paradoja, y el mundo occidental despierta con la sorpresa de que los temas del desarrollo económico, la prosperidad china, la tecnología y la globalización, han pasado, de pronto, a segundo plano, porque sociedades y gobiernos empiezan a preocuparse, con mayor urgencia y angustia, de un tema de connotaciones medievales: la guerra de religiones, el fanatismo.
En el siglo XXI ya no se mata para imponer una ideología política al estilo de las revoluciones cuya cuna fue Francia, ahora se asesina en nombre del Corán. Ya no es Marx, ahora es Mahoma. Ya no es el racionalismo, ahora es la fe ciega. Ya no es el pensamiento y la doctrina que inspiraron a la modernidad, es la guerra santa, la misma del siglo VII, la misma en cuyo nombre Tarik invadió los reinos castellanos en el año 711.
La guerra santa, y toda su barbarie, han puesto en entredicho los fundamentos de Occidente. Y constituyen, además, una regresión a los tiempos en que las religiones, la fe y la intolerancia de los imanes y de los frailes, eran las razones para matarse, para conquistar, esclavizar y dominar.
Entre las viejas y las nuevas intolerancias, queda inerme una sociedad construida sobre la razón, la democracia y la apertura.
El peligro está en ceder a los nacionalismos, a las prédicas de los años treinta, a las reivindicaciones de patrias, razas y culturas, que inspiraron eso que algún general francés de la guerra de Argelia llamó “el fascismo inmenso y rojo”.
El reto, fácil es decirlo, es acertar en el equilibrio que aconseja la firmeza en la represión al crimen terrorista, la preservación de la seguridad, la tolerancia con los otros y la capacidad de las sociedades europeas de incorporar a los núcleos musulmanes y otros pueblos que viven junto a la torre Eiffel, igual que lo hacen en los desiertos sirios.
Reto enorme, ciertamente.