La gente obedece fundamentalmente por miedo. En la política, tras el antifaz de las utopías, vestida por las teorías que justifican el poder, está la calculada explotación del miedo y la amenaza de la pena. Desde los tiempos de la Inquisición española, y aun antes, el poder se afirma en el sometimiento basado en el temor y en la psicología de la angustia. Las religiones crearon sofisticados sistemas de servidumbre basados en el pavor a la condena. En la iglesia de La Compañía, en el Quito viejo, entrando a mano derecha está, en forma de cuadro, la síntesis de la filosofía del miedo. Está el sadismo de los tormentos. Está el mundo de los condenados y la severa advertencia al pecador: someterse o enfrentar las penas eternas.
Una visión ingenua y algo tonta de la sociedad y de la política sugiere la hipótesis de que la historia sería el camino sin retorno a la civilización, la tolerancia y la libertad, y finalmente, hacia la eliminación de los iconos del miedo. Se pensaba, y se piensa, que el triunfo de la democracia implicaría la abolición de los “cucos” que nos atormentan desde niños, y que su plenitud haría de nosotros gente razonable, tolerante, sin prejuicios ni rencores. Que la democracia nos traería una especie de cielo provisional en la tierra.
Pero la verdad es otra: ni existe la línea inequívoca que conduce al progreso, ni las sociedades tienen siempre vocación hacia las libertades, ni el poder renuncia a la explotación del miedo como método para obtener obediencia. Al contrario, la historia es un ir y venir de espacios de libertad y de épocas de sometimiento y temor. La democracia no es garantía constante de tolerancia, ni el voto popular es aval de las mejores decisiones. La ley no siempre es herramienta de los derechos; es, con alarmante frecuencia, su negación; es el túnel del que hablaba Kafka; es letra enredada que desmiente la diversidad de la vida, que niega las ideas que proclama y anuncia la cárcel, que tipifica como delitos incluso los que son episodios de militancia por la verdad, ejercicio atrevido de la inteligencia y la curiosidad, osadía frente a lo establecido, disidencia ante los fundamentalismos, juicios críticos a catecismos ideológicos, o a personajes que, transitoriamente, ocupan la atención de los curiosos.
El miedo ha sido la constante del poder, la línea argumental de todos los sistemas y en todos los tiempos. Ahora, en los años de la posmodernidad, se borró la línea gris entre el pecado y el delito, y se perdió el límite entre los derechos, entendidos como singularidad humana, y las potestades públicas entendidas como herramienta para borrar disidencias e imponer silencio, ese silencio ominoso nacido del miedo, que será encubierto por el estrépito de los actos de masas.
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