Como dice el dicho, a veces es preciso “ponerse en los zapatos del otro”, asumir el papel de quien reclama, admitir que puede tener un adarme de razón. A veces, es necesario que cada uno de nosotros, incluso quienes ejercen el poder, dudemos -duden- de las certezas absolutas y admitamos la sospecha de que, a lo mejor, estamos equivocados. Es asunto que toca al orgullo, pero que alude también a la madurez, a la prudencia y a la generosidad. Y, si se quiere, a la grandeza.
Alguien dijo que “gobernar es el arte de rectificar”. Además, es “la ciencia de comprender”. La democracia implica la capacidad de reconocer el valor de las ideas ajenas, la valentía de examinar sus puntos de vista, y por cierto, de ceder.
La madurez supone aceptar los puntos de vista ajenos, porque, en definitiva, todos, desde las respectivas trincheras, aspiramos a hacer posible una vida mejor, salvo aquellos que practican la pesca a río revuelto.
El debate no tiene sentido si se parte de la titularidad absoluta de la verdad. En ese caso, el debate, si así puede llamarse, sirve para imponer, afianzar los dogmas y negar los derechos del otro.
Cuando se debatía en la academia, o en los medios de comunicación, uno iba con el ánimo de explicar, de contrastar opiniones, de convencer si fuese posible, y no de vencer. Iba, con cierto grado de generosidad y de humildad, a compartir una discusión inteligente que ilustre a los oyentes. La condición fundamental -no dicha, pero acordada en el ánimo de todos- era la de que nadie iba a ejercer autoridad, ni a asegurar el triunfo. Había, pues, que ponerse, por un momento, en los zapatos del otro.
Creo que esa es la sustancia de la democracia, entendida como forma de vida y no solo como método electoral. Creo que por allí camina la democracia como tolerancia, como espacio para decir, creer o no creer, para errar o acertar, para trabajar y ser libre, para equivocarse y confiar.
Esa es la democracia como valor, distinta y fecunda, más humana y mejor que aquella que se agota en los argumentos del poder.
Pero a algunos se les hace imposible ponerse en los zapatos del otro, están hechos para afianzar sus tesis, convencerse a sí mismos y programar sus cruzadas. Entonces, la posibilidad de error no existe, porque prevalece la mentalidad del misionero, y los estilos beligerantes y soberbios.
Max Weber decía que junto a la “ética de la convicción”, y a la fe misionera -peligrosa siempre-, para alcanzar el equilibrio y construir un mundo humano, era preciso ejercer la “ética de la responsabilidad”, que para mí es aquella que impone asumir los errores, y que obliga a entender que el otro puede tener razón, y que la “verdad del prójimo” es respetable. Esa actitud es el hilo conductor de las sociedades libres.
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