En el diccionario está el mundo

Abro el diccionario, y se me ocurre que allí está el mundo, la cultura, la historia. Que en sus palabras, en sus modos verbales, en los giros y expresiones que contiene, están el dolor y la alegría. Que está la conquista y el mestizaje, las religiones y el laicismo. Que está la libertad y la esclavitud. Que está lo viejo y lo nuevo, y que estamos todos de alguna forma retratados.

Una incursión por el diccionario es una sencilla pero fecunda aventura intelectual; es una exploración tras el sentido de las palabras y el origen de los decires.

Y es el descubrimiento, renovado de que en ese libro gordo y a veces desvencijado por el uso, está la historia, la grande y la cotidiana, está la evidencia de cómo el viejo castellano que llegó en tono de conquista hace quinientos años, se dejó penetrar por el quichua, el araucano, el nahual y el guaraní. Y de cómo el idioma es testimonio del nacimiento de un mundo nuevo.

Después, el inglés y la tecnología invadieron lo que algún día fue coto cerrado a la modernidad. Y hoy está allí casi todo, incluso la “pos verdad”, es decir, el eufemismo para designar a la mentira.

Si el lector del diccionario –que los hay, sin duda- sabe mirar, podrá encontrar, entre las largas ringleras de palabras, las huellas de las culturas regionales, de los saberes rurales y los modismos aldeanos. Y, encontrará, por cierto, la palabra de las elites y el riguroso idioma de la tecnología, el significado de lo que proviene de la jerga de los barrios bajos y, a la par, de lo que nació en los despachos académicos.

El idioma cambia y endereza por rutas insólitas, porque nada está escrito en piedra y porque la palabra, como la ley, deben seguir a la vida.

El diccionario en una expresión de libertad e imaginación, es fruto de la creatividad de seres anónimos con talento para nombrar las cosas de la vida y de la muerte, para bautizar lugares, montañas y ríos. A veces, es también el resultado del trabajo intelectual que depura y racionaliza, pero el académico no puede inventar el idioma: está condenado a desentrañar el complejo resultado de la historia, de la adaptación cultural y la innovación. Es, de algún modo, el juez que depura, califica y preserva lo sustancial de la palabra.

Del diccionario y sus parientes -los vocabularios- me fascinan las expresiones idiomáticas, esa suerte de dibujos magistrales que evocan con certeza el comportamiento humano. Cualquiera de ellas dice más que un discurso. Su capacidad de síntesis, y su gracia, son testimonios de que el idioma es el recurso que nos salva del silencio y la soledad, que es el fruto de la espontaneidad y la cultura. Es el escenario donde la imaginación y el talento hacen de las suyas, porque es el último reducto que le queda a la libertad.

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