En octubre del año 2015, entró en vigencia la Ley Orgánica de prevención integral del fenómeno socio económico de las drogas y de regulación y control de uso de sustancias catalogadas sujetas a fiscalización”. ¿Lo entendieron? Nada menos que veinte y cinco palabras para denominar estrambótica, casi cabalísticamente, a una ley cuyo contenido todo el mundo habría identificado con facilidad si se llamaba simplemente “Ley de drogas”. Pero no, la modalidad directa de llamar a las cosas por su nombre no estaba bien en el reino insondable de la revolución ciudadana, en el cual todas las cosas debían tener un aire de misterio, y había que ser un iniciado para entenderlas y compartir su excelsa sabiduría.
Pero éste no es el único caso. En los últimos años se han expedido decenas, tal vez centenares de leyes y reglamentos con nombres largos, extravagantes, caprichosos, barrocos, como si con la desmesura se pretendiera darnos a conocer los efectos milagrosos que se iban a producir con su sola vigencia. Antes las leyes se llamaban simplemente Código Civil o Código Penal, y estábamos enterados. Todas las novísimas leyes, sin ninguna explicación valedera, han sido calificadas de orgánicas. Y sin referirnos, a la penosa técnica legislativa con la que fueron redactadas.
Este prurito se convirtió luego en un frenético afán de rebautizar a las instituciones. Ya no congreso sino asamblea; ya no corte suprema, ya no tribunal supremo, ya no tribunal de garantías constitucionales; los ministerios han ido cambiando de nombre varias veces. Se han eliminado las palabras presos y cárceles, pero no se ha eliminado el hacinamiento ni han mejorado las condiciones de vida.
Alguien podría decir que este es un tema de poca importancia, que lo que importa es el fondo de las leyes, la razón de ser de las instituciones y no sus nombres. Pero no es así. Esta moda no fue el fruto de una simple novelería con poco condumio. La idea que estuvo atrás de tal pantomima fue hacernos creer que la historia comenzaba con ellos, que el pasado había sido tan oprobioso, tan yermo, tan amargo, que había que ignorar la historia y prescindir hasta de los nombres de antes.
Con el tiempo se ha advertido que todo aquello no fue sino una fábula perversa con la que se pretendió embaucar al país. Que los nuevos nombres ocultaban un proyecto político a largo plazo, totalitario, autocrático y, ahora lo sabemos bien, en esencia, corrupto.
Y aunque pudiera parecer un tema secundario, poco urgente, considero que debemos ir a la depuración de los nombres. Como todas las cuestiones que el gobierno anterior aseguró con candados, no resulta fácil deshacer los entuertos. Para los reglamentos y nombres de instituciones, bastan decisiones administrativas; para las leyes, otras leyes. En algunos casos sería necesaria una enmienda constitucional. ¡Qué cosa más horrible!