Tal y como estaba previsto, con el 2014 terminó también la misión de combate de la OTAN en Afganistán, compuesta en su gran mayoría por tropas de Estados Unidos y cuyos inicios datan de diciembre del 2001.
El epílogo de este capítulo de la guerra del país del norte contra el terrorismo guarda notables similitudes con la retirada de Iraq, en la medida en que ambas se produjeron en un marco de discreción, sin el alborozo propio del final de una guerra y, para decirlo con claridad, con más pena que gloria.
Quizás porque al final Estados Unidos y sus aliados cambiaron la victoria por la minimización de daños como su gran objetivo y, sobre todo, porque los fusiles están todavía lejos de silenciarse.
De lo anterior dan cuenta las cifras: en el 2014 más de 3 000 civiles afganos perdieron la vida, el dato más alto desde el 2008, cuando la ONU comenzó a llevar este registro. También alcanzó su máximo histórico la cantidad de soldados y policías locales fallecidos: 5 400.
Al mirar el balance se observa que si bien se cumplió con el objetivo inicial de sacar a los talibanes del poder, es un hecho incontestable que esta nación no ha hecho todavía los méritos para que deje de ser considerado un polvorín, mucho menos ahora que los talibanes han dado claras señales de que su poder desestabilizador no ha mermado.
Matices aparte, el caso es que de esta manera Barack Obama cumple, a medias, con su promesa de terminar las guerras que empezó su antecesor, George W. Bush. A medias, porque en territorio afgano permanecerán entre 11 000 y 13 000 militares con la misión de continuar el entrenamiento de la Fuerza Pública local, pero también con la opción de que fuerzas especiales participen en eventuales operaciones contra el terrorismo.
Asimismo, queda abierta la posibilidad de que los militares afganos reciban apoyo aéreo de Estados Unidos en acciones de esta misma índole.
Dado este paso, el principal desafío consiste en evitar que la siguiente página sea también similar a la que vino después de la retirada en Iraq. Y es que allí, en opinión de muchos observadores, el abandono de Occidente al Ejército de este país fue uno de los factores que permitieron el surgimiento del Estado Islámico.
En este caso, se trata de evitar que los talibanes adquieran un poderío que los ponga a la par con la organización violenta que se ha constituido en una seria amenaza para la estabilidad de la región y la tranquilidad de los Estados que hoy están en su mira.
Para lograrlo, dos tareas se anuncian como prioritarias.
La primera: que el gobierno de unidad que lidera Ashraf Ghani y que tiene a su otrora principal rival, Abdullah Abdullah, en el cargo de primer ministro, logre mejoras urgentes en campos como la justicia y la provisión de servicios básicos.
La segunda tiene que ver con Pakistán, país que en los últimos años ha mantenido una relación ambivalente con los talibanes, rechazándolos de dientes para afuera, pero, según la Inteligencia, les brinda apoyo.