Parece ser que hace una semana la noticia del día, el trending topic, fue la esposa de James Rodríguez. Yo estoy de viaje y casi sin Internet, así que no pude ver bien qué pasó. Pero según entiendo algunos tuiteros en España –la siempre prudente y lúcida España–, le dijeron a bocajarro no sé qué sandeces: que era fea, que parece un hombre, que no es una modelo. Todo esto después de la presentación del crack como nuevo jugador del Real Madrid.
No conozco a la esposa de James pero estoy en total desacuerdo con los tuiteros que salieron a burlarse. La veo en sus fotos y me parece una mujer muy atractiva y amable, feliz, tranquila. No lo sé ni me importa. Además ella misma se encargó de cerrar toda discusión con un mensaje de su propia mano: “Disculpa si no cumplo tus expectativas. Mis prioridades es cumplir las mías”. Guante de seda recién afilado; una dama.
Porque además la discusión no es esa. Es más: la discusión es que no debería haber ni siquiera una discusión, ninguna. Si la esposa de James es fea o bonita, gorda o flaca, negra o blanca, hombre o mujer, alta o bajita, es un asunto solo suyo, y nadie tendría por qué ocuparse de él con tanto interés y tanto detalle y tanta saña. Nadie tendría por qué ocuparse de él, y punto. La vida de los otros se nos vuelve un tema recurrente cuando la nuestra no merece serlo ni siquiera para nosotros mismos. Claro: es una tontería y un problema sin importancia que se resuelve con desdén o con humor.
Sí: podríamos dejar la cosa así y ya, no pasa nada. Pero en el fondo sí pasa. Porque uno de los peores rasgos de nuestra época, el más agresivo y diciente, está en esa idea atroz de que todo el mundo puede ir por el mundo diciéndolo todo, y cuanto más duro y más alto y con más infamia, mejor. Sin consideraciones ni compasión. Como si opinar fuera obligatorio, en especial cuando las opiniones están emponzoñadas por la mala leche y la envidia y la necedad. Y la verdad es que todos hemos pisado alguna vez la trampa: todos, en mayor o menor grado, hemos dejado que de nuestra boca o nuestros dedos vuelen las moscas, arrastrados por el espíritu de turba que en ocasiones caracteriza a las llamadas ‘redes sociales’. Las cuales son un gran invento pero en las que también se ve mejor que nunca el lado oscuro de la opinión pública, su doble filo: sus odios y sus resentimientos, su propensión al fanatismo y al linchamiento.
¿Que es inevitable e incontrolable? Sí, lo es. Pero no siempre, por fortuna. La estupenda Mary Beard, una de las mujeres más inteligentes y hermosas del mundo, fue víctima del matoneo virtual de unos cafres que se reían de su apariencia en un programa de televisión. Ella les respondió con tanto encanto y tanta gracia que los pobres tuvieron que pedirle perdón en el acto, y luego salieron corriendo con el rabo entre las piernas.
Internet es el sueño cumplido de la Ilustración, pero puede ser también su peor pesadilla: un mundo enciclopédico en el que todos los saberes están al alcance de la mano, mientras todas las manos están al acecho de las piedras.
Juan Esteban Constaín / El Tiempo, Colombia, GDA